
15/04/2024
Continuaba estrellándose contra el cristal. De vez en cuando paraba sus intentos de atravesarlo y se quedaba posada en el, agotada, confundida. Sentía que algo le impedía avanzar pero no lograba ver qué. Como ser inteligente que era, probó a cambiar de estrategia. Volar no funcionaba, así que empezó a caminar sobre el cristal, buscando. Buscando un hueco, una fisura por la que colarse; o un final, tan impredecible e invisible como el mismo cristal. Buscando entender de qué estaba hecho el cristal y si podría… ¿perforarlo? Porque ella, incansable artesana llena de recursos que construía panales y reparaba con propóleo los agujeros de la colmena para proteger a sus hermanas del frío o de invasores, a lo mejor también podía fundir de alguna forma este material extraño que la estaba frenando. Pero nada funcionaba y seguía atrapada. Empezó a impacientarse. Había tanta vida esperándola ahí fuera, y ella tenía tanto que aportar a esa vida. El tiempo que perdía inmovilizada por esa barrera invisible le parecía inútil. Ella había nacido para disfrutar volando de flor en flor, para disfrutar recolectando néctar y llevándolo a la colmena, para disfrutar viendo como nacen abejitas nuevas y emprenden el vuelo también ellas, para disfrutar del sol, de los olores, de la dulzura de la miel, de la lluvia, del descanso invernal. Había nacido para disfrutar ofreciendo su aportación a la naturaleza, a la vida, a la supervivencia de este planeta. Y si, claro que era pequeña, claro que era solo una de millones de abejas que llevaban realizando esa labor desde tiempos inmemoriales. Pero precisamente por eso, era importante. Exactamente igual de importante que todas las demás abejas, incluida la reina. Porque la reina, sin el trabajo de las obreras, no podría seguir poniendo huevos. Porque ella no era solo una entre todas las abejas, era una con todas las abejas. Era importante su labor, su rol en la colmena, su trabajo paciente. Era importante hacerlo con la alegría contagiosa de su zumbido, con las sonrisas que despertaba su presencia (“¡Mira, mamá, una abejita!). Era importante ella y lo que tenía para ofrecer al mundo. Así que era importante poder superar este obstáculo. Pero no podía hacerlo sola, y así parecía estar: sola. Entonces se rindió, rompió a llorar y pidió ayuda sin saber ni a quién o a qué.
Una mano deformada por la artritis, llena de arrugas, venas y manchas y que olía a azafrán, su olor favorito, apareció de repente por la derecha, sorprendiéndola y obligándola a volar hacia la izquierda, donde otra mano idéntica agarraba la manilla de la ventana abierta. Ya no había cristal, solo aire fresco. Hizo una pirueta de agradecimiento y zumbó alegre hacia un prado cuajado de flores