08/06/2024
ENSAYOS SOBRE MORAL Y POLÍTICA
Francis Bacon. Strand, Londres, 22 de enero de 1561- Highgate, Middlesex, 9 de abril de 1626)
XLIII
De la belleza
La virtud se asemeja a un brillante, quien tiene más vista cuando está montado con más sencillez; aparece también mejor en una persona que tenga cierto aire de respetable dignidad, que no en una belleza afeminada que agrade solamente a los ojos.
Rara vez las personas de mucha hermosura reúnen méritos trascendentales; parece que al formarlas ha tenido la Naturaleza más cuidado en no pecar que en producir una cosa excelente. Y así, se muestran en faltas graves, pero también sin temple: con buenos hábitos, más bien que con conducta y virtud firmes.
Hay, sin embargo, excepciones, tales como César Augusto, Tito Vespasiano, Felipe IV el Hermoso de Francia, Eduardo IV de Inglaterra, Ismael de Persia, y el ateniente Alcibíades, que eran todos personajes dotados de alma elevada y que al mismo tiempo fueron los hombres más hermosos de su tiempo.
En materia de belleza, se prefiere la gracia de las formas a la hermosura del color, y la gracia del semblante y de los movimientos de todo el cuerpo a la perfección de las formas. Y así sucede, que lo que hay de más seductor en la belleza, no puede expresarlo la pintura: no está a su alcance comunicar el aire y la animación de una persona viva, ni esa impresión inexplicable que produce a primera vista.
No existe ninguna persona que, mirada en su totalidad, se encuentre completamente exenta de defectos. Sería difícil decir entre Apeles y Alberto Durero quien acertó: el uno quiso componer una belleza ideal con la ayuda de proporciones geométricas, y el otro reuniendo todas las partes más perfectas que pudieran encontrarse en diferentes fisonomías. Me figuro que tales bellezas gustarían sólo al pintor que las compusiese, y creo que jamás pintor podrá componer un rostro ideal más bello que todos los que existen; y si acertase a trasladar al lienzo una creación semejante, sería en todo caso por una feliz casualidad (del mismo modo que el músico compone una pieza preciosa), sin regla alguna. Por poco que fijemos la atención sobre esto, se comprenderá que hay muchas fisonomías cuyas facciones tomadas una a una no son nada perfectas ni hermosas, y cuyo conjunto no deja de ser agradable.
Si es verdad que la circunstancia más esencial de la belleza está en la gracia de los movimientos, como hemos dicho más arriba, no debemos asombrarnos de ver personas que en su edad madura son muy agradables: Pulchorum autumnus pulcher (el otoño de las personas bellas sigue siendo bello).
Los jóvenes no pueden observar siempre las convivencias necesarias tan bien como las personas de más edad, y la gracia que se encuentra nace en parte de que su misma juventud les sirve de excusa. La belleza se parece a los primeros frutos del verano, que se corrompen fácilmente y no sirven para guardarse. Los furtos más comunes de la belleza son el libertinaje en la juventud y el arrepentimiento en la vejez: sin embargo, cuando es lo que debe ser, apaga los vicios y hace brillar las virtudes.
XLIV
De la deformidad.
Las personas deformes están por lo común mano a mano con la Naturaleza; esta las ha maltratado, y ellas la maltratan a su vez; como lo dice la misma Escritura, suelen no tener buen carácter. Es indudable que hay correspondencia entre el cuerpo y el alma, y cuando la Naturaleza ha errado en lo uno, es de presumir que también habrá errado en lo otro: Ubi peccat in uno, periclitatur in altero (donde se ofende en un punto, en peligro está el otro extremo).
Pero mientras que el hombre tiene libertad para elegir en lo referente a la dirección de su mente, no la tiene en lo que atañe a su cuerpo; por lo que las estrellas de sus inclinaciones resultan anuladas a veces por el sol de su disciplina y su virtud. Por consiguiente no se debe mirar la deformidad como indicio seguro de mal carácter; sino solamente como causa que lo produce y que pocas veces no va seguida de su efecto.
Cualquiera que se conoce un defecto personal que no puede quitase y que lo expone continuamente al desprecio, tiene en esto sólo un aguijón que lo excita sin descanso a hacer esfuerzos para ponerse a cubierto de ese mismo desprecio. Así vemos que las personas deformes son con frecuencia muy atrevidas; primero porque lo necesitan para su propia defensa, y después porque el hábito las obliga a serlo; y esta misma causa las hace más inteligentes y perspicaces para descubrir los defectos de los otros, a fin de procurarse las mismas armas y recursos contra ellos y de poder tomar el desquite. Además de lo dicho, su deformidad las libra de la envidia de quienes tienen alguna ventaja natural en este concepto, y que se imaginan que siempre estarán en situación de poder despreciarlas; su natural inferioridad adormece a esos émulos y rivales, que creen imposible que aquéllas se puedan elevar hasta cierto punto, y que no se persuaden de lo contrario hasta el momento en que las ven ocupando puestos elevados. Así, pues, la deformidad en un ingenio superior es un medio excelente para encumbrarse.
Los reyes tenían, en otras épocas (y aún hoy día sucede lo mismo en algunos países) mucha confianza en los eunucos, porque los individuos expuestos siempre al desprecio general tienen por lo común más fidelidad para aquellos que son su única defensa; pero esta confianza que se les dispensa es sólo para encargos o comisiones despreciables, considerándolos más bien como buenos espías y diestros charlatanes, que como ministros y oficiales aptos.
Pues otro tanto, y por las mismas razones, puede decirse también de las personas deformes, pues cuando tiene inteligencia y disposición no omiten ni desperdician ningún cuidado para librarse del desprecio, ora valiéndose de la virtud, ora del vicio. Por consiguiente, no debe asombrarnos el que individuos desgraciados por naturaleza hayan llegado algunas veces a ser grandes hombres, como sucedió con Agesilao, Zehangir, hijo de Solimán, Esopo y Huascar, a los cuales podría añadirse Sócrates y algunos otros.