28/07/2025
Paolo murió en la montaña.
No lo mató el frío. Lo mató la indiferencia.
El 12 de julio, Paolo subió solo al Iztaccíhuatl.
Llevaba 14 años cargando algo más pesado que una mochila.
Una vida rota. Una casa sin calor.
Y un mundo que jamás le tendió la mano.
Ese día no fue una aventura. Fue un escape.
Paolo no buscaba conquistar una cumbre.
Buscaba huir.
Del hambre.
Del grito.
Del golpe.
De una madre que —según muchos testimonios— lo maltrataba, lo corría, lo dejaba días sin comer.
Y de un sistema que, conociendo su caso, nunca intervino.
Subió sin ropa térmica.
Sin guía.
Sin dinero.
Lo único que llevaba eran un par de barritas energéticas y un celular.
Durante cinco días nadie lo buscó.
Nadie preguntó dónde estaba.
Nadie encendió una alarma.
Cinco días en los que durmió entre rocas congeladas.
Cinco días en los que el frío lo fue apagando poco a poco.
Cinco días en los que su ausencia no pareció dolerle a nadie.
Cuando lo encontraron, el 19 de julio, su cuerpo estaba tendido sobre la piedra, a casi 4 800 metros de altura.
Junto a él, lo poco que tenía: esas barritas.
Y su celular.
Y en él, sus últimos videos.
Videos que envió a sus amigos.
No con la esperanza de que lo rescataran.
Sino con el simple, desgarrador deseo de no morir del todo solo.
En uno de esos videos dice:
> “No traigo sleeping bag… me voy a congelar”.
Y lo dice con una mezcla de resignación y cansancio.
Como si no fuera la primera vez que el mundo le daba la espalda.
Muchos dirán que fue imprudente.
Que no debía estar ahí.
Pero Paolo no fue un excursionista.
Fue un niño buscando amor en una montaña.
Quizá creyó que la Mujer Dormida lo abrazaría como nadie más lo hizo.
Que el hielo sería más amable que su hogar.
Que, por fin, el silencio de la cima lo dejaría en paz.
Murió buscando el calor que nunca encontró en casa.
Murió de frío, sí.
Pero también de abandono, de maltrato, de indiferencia social.
De una tristeza que nadie quiso mirar.
Paolo ya está en paz.
Ya no tiene que correr de su madre.
Ya no tiene que fingir que todo está bien.
Ya no tiene que pedir perdón por existir.
Nosotros no.
Nosotros seguimos aquí.
Y tenemos que cargar con esto.
Porque fallamos como sistema.
Como comunidad.
Como adultos.
Fallamos a un niño que solo quería sentirse parte de algo.
Que no pedía mucho. Solo un poco de afecto. Una señal de que alguien lo veía.
Y cuando lo vieron —en sus últimos minutos— ya era tarde.
Hoy lo despedimos desde Acapulco Vivo.
Porque, aunque murió en la montaña, Paolo vive en cada niño que duerme en la calle.
En cada adolescente que huye de casa porque allá solo hay gritos.
En cada mirada que pide ayuda sin palabras.
Esta crónica es para él.
No para romantizar su muerte.
Sino para que no lo olvidemos.
Para que no vuelva a pasar.
Porque la próxima vez que veamos a un niño solo en el camino…
tal vez aún estemos a tiempo.