29/08/2025
“Le quedaban meses de vida… y donó sus juguetes al hospital para otros niños.”
Cuando el doctor nos dio la noticia, sentí como si el mundo se detuviera. Tres meses, tal vez cuatro si teníamos suerte. Miré a mi pequeño Mateo, de apenas seis años, jugando con sus carritos en el piso del hospital, ajeno a las palabras que acababan de destrozar mi universo.
—Mamá, ¿por qué lloras? —me preguntó levantando la vista, sus ojos grandes y curiosos como siempre.
—No es nada, mi amor. Solo... solo tengo algo en el ojo —mentí, limpiándome las lágrimas que se negaban a detenerse.
Los siguientes días fueron un borrón de tratamientos, medicinas y noches sin dormir. Pero Mateo, mi pequeño guerrero, parecía tomar todo con una fortaleza que me dejaba sin aliento. Una tarde, mientras organizaba sus juguetes en su cuarto del hospital, me sorprendió con una pregunta que me partió el corazón.
—Mami, ¿hay otros niños aquí que no tienen juguetes?
—Sí, mi cielo, algunos no tienen tantos como tú.
Se quedó pensativo por un momento, sosteniendo su dinosaurio favorito, el que había sido su compañero inseparable desde los tres años.
—¿Sabes qué, mami? Quiero que otros niños jueguen con mis juguetes. No quiero que estén tristes.
—Pero amor, son tuyos...
—Ya sé —me interrumpió con esa sonrisa que iluminaba cualquier habitación—. Pero si yo me voy a ir con los angelitos como me dijiste, los otros niños van a necesitar algo para no estar solos. ¿Me ayudas?
No pude contener las lágrimas. Mi niño de seis años había entendido lo que muchos adultos no logran comprender en toda una vida: que el amor se multiplica cuando se comparte.
Pasamos toda la tarde empacando sus tesoros. Cada juguete venía con una historia que él me contaba mientras lo depositaba cuidadosamente en las cajas.
—Este carro rojo es súper rápido, mami. Al niño que se lo den, dile que puede volar si lo empuja muy fuerte —decía con los ojos brillantes de emoción.
—Y esta muñeca se llama Luna. Cuida mucho a los niños cuando tienen pesadillas. Que se la den a alguna niña que tenga miedo.
Cuando llegamos al dinosaurio, se detuvo.
—Este... este es especial, mami.
—No tienes que darlo si no quieres, mi amor.
—No, sí quiero. Pero... ¿puedes escribir una carta? Quiero que sepan que se llama Rex y que siempre protege a los niños valientes.
Con la voz quebrada, escribí cada palabra que me dictó. Al final, añadió algo que guardaré en mi corazón para siempre:
—"Espero que no tengas miedo. Rex y yo te vamos a cuidar desde donde estemos."
El día que donamos los juguetes al área de pediatría, Mateo insistió en entregarlos personalmente. Recorrimos cada habitación, y vi cómo su pequeña presencia iluminaba las caras de otros niños que luchaban sus propias batallas.
—Ahora van a tener con qué jugar —me dijo esa noche, acurrucado en mi regazo—. ¿Verdad que hice bien, mami?
—Hiciste más que bien, mi héroe. Hiciste algo extraordinario.
Mateo se fue dos semanas después, en una mañana silenciosa de abril. Pero su legado siguió vivo en cada sonrisa que sus juguetes provocaron, en cada lágrima de alegría que secaron, en cada momento de felicidad que regalaron.
Meses después, recibí una carta de la doctora del hospital:
"Señora García, quería contarle que los juguetes de Mateo han traído alegría a más de cincuenta niños. Pero más que eso, su historia se ha convertido en inspiración para otras familias. Tres familias más han seguido su ejemplo. Su hijo no solo fue valiente enfrentando su enfermedad, sino que enseñó a toda nuestra comunidad hospitalaria sobre la generosidad y el amor verdadero."
Esa noche, mirando las estrellas desde mi ventana, susurré:
—Gracias, mi pequeño héroe. Por enseñarme que incluso en los momentos más oscuros, podemos elegir ser luz para otros.
Y juro que una de esas estrellas brilló más fuerte, como si fuera él diciéndome que todo había valido la pena.
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