04/04/2025
Había una vez una pequeña flor que crecía en una tierra árida y desolada. Cada día el sol ardía con fuerza y la lluvia parecía haberse olvidado de ella. La flor, aunque frágil, tenía una determinación que desbordaba su tamaño. Desde pequeña, había aprendido a adaptarse, a buscar un rincón donde pudiera recibir un poco de sol, y a estirar sus raíces en busca de la poca agua que quedaba bajo la tierra.
Un día, un fuerte viento sopló, despojando a la flor de sus delicados pétalos. La tierra bajo ella comenzó a agrietarse, y la flor sintió cómo su vida se desmoronaba. "Quizá ya no puedo más", pensó, mirando lo que quedaba de ella. Pero justo en ese momento, una suave voz en su interior susurró: "No te rindas, el sol siempre regresa".
La flor, aunque cansada, decidió seguir creciendo, aunque la tierra siguiera dura y el viento siguiera soplando. Recordó que cada pequeño brote que había salido hacia el cielo había sido un acto de amor propio, un acto de fe en su propia capacidad de florecer. No importaba cuán difícil fuera el camino, ella sabía que, mientras decidiera seguir, siempre habría un espacio para su resurgir.
Con el paso del tiempo, y a pesar de la adversidad, la flor comenzó a crecer nuevamente. Sus raíces se hicieron más fuertes, sus hojas más verdes y, poco a poco, un nuevo pétalo apareció. No era tan grande ni tan brillante como los anteriores, pero era suyo, y eso bastaba.
La flor había florecido una vez más, no porque las condiciones fueran perfectas, sino porque había aprendido a amarse a sí misma en medio de la lucha. Se dio cuenta de que, a veces, el florecer no era solo un acto de belleza externa, sino de resistencia interna. Porque el verdadero florecer no radica en la perfección, sino en la capacidad de levantarse, de seguir adelante, y de encontrar en cada rincón de nuestra alma el coraje para crecer, una y otra vez.
Y así, la pequeña flor continuó su camino, sabiendo que florecer no era solo un destino, sino una forma de vida.
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