03/05/2025
Al principio, era solo los fines de semana.
Una cerveza para relajarse.
Un trago en las reuniones.
Un escape como tantos otros.
Después, se volvió costumbre.
Después, necesidad.
Después, daño.
Años más tarde, el espejo comenzó a mostrarle señales que él prefería ignorar:
el rostro hinchado, los ojos amarillentos, la barriga abultada.
Y un día, sin aviso…
el cuerpo dijo basta.
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El diagnóstico fue brutal:
cirrosis hepática por consumo crónico de alcohol.
Su hígado, ese órgano silencioso que lo había acompañado en cada exceso, ya no podía más.
Las células sanas fueron reemplazadas por cicatrices.
Y con cada cicatriz, su capacidad de vivir se hacía más pequeña.
No podía filtrar toxinas.
No podía detener las hemorragias.
No podía regenerarse.
Y lo peor: ya no podía retroceder.
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Muchos piensan que hay que ser alcohólico para llegar ahí.
Pero no.
A veces solo basta con una copa todos los días durante muchos años.
Un trago que se normaliza.
Una costumbre que se hereda.
Un daño que se ignora… hasta que ya no hay vuelta atrás.
Hoy, él vive conectado a tratamientos.
Con una lista de alimentos prohibidos.
Con los ojos puestos en una posibilidad: el trasplante.
Y con la tristeza de haber aprendido tarde lo que su cuerpo le gritaba desde hacía años.
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La cirrosis no llega de golpe.
Llega en silencio.
Con cada copa.
Con cada “no pasa nada”.
Con cada vez que ignoramos al hígado… hasta que ya no hay hígado que escuche.
Y tú…
¿sigues pensando que solo es un traguito?
