28/09/2025
LA FIEBRE Y LA TOS. SON LOS ALIADOS DE LOS BEBES.
[VALE LA PENA LA LECTURA]
Me llamo Viro, y sí, soy un virus.
Soy pequeño, tan pequeño que millones como yo cabríamos en el punto de una i minúscula. Viajo en gotitas, como pasajero clandestino de un “¡achú!” cualquiera. Esa tarde me lancé en paracaídas desde la nariz de un niño resfriado y aterricé en la ventana tibia de Tomasito, un bebé de dos años, risueño, que todavía toma leche de su mamá. “Un anfitrión ideal”, pensé, frotándome las proteínas de mi envoltura.
Me acerqué a sus células de la nariz como quien toca un timbre conocido. “Permiso… ¿hay receptor disponible?” Lo encontré. ¡Clac! Me sujeté con elegancia y deslicé mi llave para abrir la puerta. Entré bailando y, como buen invasor, desempaqué mi material genético y secuestré una célula de la nariz, tomé el mando: “A ver, obreros, a jalar se ha dicho”, ordené a la maquinaria celular. Y empezó mi fiesta: copias y más copias de mí, como tortillas saliendo de la prensa. Cada nueva versión mía gritaba “¡al mundo exterior!” y salía a colonizar las vecindades: nariz, garganta, bronquios. ¡Qué tiempos gloriosos!
Tomasito frunció el ceño. Yo lo noté porque el techo vibraba cuando tosía: “cof, cof”. Esa tos no era un aplauso a mis proezas; era un mecanismo antipático para expulsarme. También aparecieron los mocos, espesa alfombra pegajosa donde mis primos y yo resbalábamos. “Miren qué decoración han puesto”, bromeé, tratando de no quedar pegado. A veces una pestañita de cilia barría el pasillo y nos empujaba hacia afuera. “¡Sujetarse!” Pero aún así seguíamos produciendo copias. Yo estaba feliz. “Nada nos detendrá”, me dije, inflando mi ego viral.
Entonces, de pronto, la temperatura subió. Fue como si alguien moviera el termostato del cuarto. “¿Qué es este bochorno?”, protesté. El bebé empezó con fiebre. Yo no sudo —no tengo glándulas ni piel—, pero sentí el calor como se siente el sol del mediodía en un techo de lámina. Mis enzimas, esas herramientas finas con las que me replico, empezaron a patinar. “Eh, ¿qué pasa con la polimerasa? ¡Se traba!” La fábrica no cerró del todo, pero la línea de producción ya no iba tan rápido. Yo, que al principio me sentía dueño del lugar, empecé a abanicarme con una espícula, haciendo como que “sudaba” del agobio. “Calma, Viro, calma”, me dije, “esto es temporal”.
No fue temporal.
Llegaron las primeras patrullas del barrio: interferones con sirena marcando mi presencia. “Alerta, alerta: sospechoso replicándose en la mucosa.” Detrás, se asomaron unas vecinas robustas llamadas células NK y unos señores grandotes con chaleco: los macrófagos. “Identificación”, me exigieron. Yo me escondí entre burbujas de moco. Un macrófago pasó cerca y se tragó a un primo mío de un bocado, como si fuera una aceituna. “¡Abuso de autoridad!”, grité, pero nadie me oyó. La tos del pequeño volvió a retumbar: “cof, cof, cof”. Cada “cof” era una sacudida que arrancaba a varios de los míos y los lanzaba al exterior.
Y entonces, desde un lugar que yo no veía, apareció una ayuda inesperada para el equipo enemigo: la leche de su mamá. El bebé bebió, y con ella descendieron por su garganta guardianes invisibles. Eran IgA secretoras, con forma de pequeños paraguas dobles, zambulléndose en la mucosa como buzos disciplinados. “Buenas tardes”, dijeron con cortesía terrible, “venimos a neutralizar”. Me rodearon. ¡Zip! Se pegaron a mis espículas, esas coronas con las que me prendo de las células, y me dejaron sin manos. “¡Oigan, mis receptores!” Intenté zafarme, pero cada vez que movía un brazo, otro paraguas de IgA me lo amarraba con una cinta de mucina.
No venían solas. Con ellas llegó la lactoferrina, una dama elegante que llevaba consigo una bolsa de esas caras: “¿Buscas hierro para tus travesuras?”, me susurró. “Pues no hay.”
Yo, sinceramente, nunca he sido fan del hierro —eso es más asunto de bacterias—, pero su presencia imponía y confundía a mis aliados. Alrededor flotaban oligosacáridos, dulces señuelos que distraían a mis copias más jóvenes: “¡Por aquí está la célula!”, decían, y mis aprendices se estampaban contra ellos como moscas a un vidrio. También apareció la lisozima, una señora con tijeras que cortaba restos de mis envolturas liberadas. Era un desfile de nombres difíciles, sí, pero el mensaje era simple: “No eres bienvenido”.
La fiebre siguió alta. Yo, que al principio me jactaba de ser resistente, me asusté. Cada minuto, la maquinaria del bebé —esa que yo secuestraba para hacerme clones— recibía instrucciones nuevas del sistema inmunológico: “presenten antígenos”, “activen linfocitos”, “produzcan más anticuerpos”. Me enteré por rumores de pasillo que en unos días llegarían fuerzas especializadas: linfocitos T que reconocen mis señales, linfocitos B que fabrican aún más IgA afinadas a mi forma. “No aguantaré tanto”, pensé, sintiendo cómo mi envoltura se volvía menos brillante.
Del otro lado de la pared celular, la mamá besaba a su hijo en la frente y lo abrazaba. Yo sentía esos gestos como pequeños terremotos cálidos. El bebé dormía, sudaba un poco —él sí—, y su respiración, aunque ruidosa, empezó a hacerse más profunda. “Resiste, peque”, oí que decía alguien en voz humana, quizá el padre, quizá la madre, quizá la abuela al teléfono. Yo, desde mi trinchera pegajosa, trataba de mantener el ánimo de mis tropas: “¡Vamos, podemos con unos anticuerpos!” Pero cada intento mío por pegarme a otra célula terminaba con una IgA montándose a mi espalda y neutralizándome. “Quedas fuera de combate”, me decían con formalidad.
Los macrófagos regresaron, más tranquilos esta vez, como barrenderos del amanecer. “Recogemos restos”, anunciaron, y fueron tragándose mis compinches marcados por anticuerpos. En la periferia, la tos ya no retumbaba tanto, y los mocos, aunque todavía ahí, parecían más fluidos, más dispuestos a abandonar el escenario. La fiebre comenzó a bajar, no por mí —ojalá—, sino porque ya no hacía falta ese sol implacable en el techo: el enemigo estaba perdiendo.
Me aferré a un último rincón en la nasofaringe, intentando pasar desapercibido. Cerré los ojos, si es que un virus puede cerrarlos, y recordé mis días gloriosos de multiplicación. “Tal vez —me consolé— dejé atrás algunas copias listas para el futuro.” Como si me hubieran escuchado, llegaron las células de memoria del bebé y me tomaron una última fotografía molecular. “Gracias, ya te tenemos.” No sonreían, pero cumplían con su tarea impecable: recordar mi rostro para reconocerme si volvía.
Al final, me quedé quieto. Las IgA que venían con la leche hicieron su ronda final como guardias de museo al cierre. La mucosa volvió a parecerse a sí misma, limpia y húmeda, sin esa gelatina espesa que nos había servido de refugio a la vez que trampa. Yo, Viro, me deshilé. Mis fragmentos se dispersaron en el río de la limpieza interna, y un macrófago, con paciencia de jardinero, levantó mis restos y los llevó al depósito.
El bebé se despertó riendo, con la nariz todavía un poco brillante. Tomó pecho otra vez. Yo ya no estaba, pero oí, desde la memoria de sus células, el murmullo de la calma: “Buen trabajo, equipo”. Afuera, el mundo seguía lleno de gotitas y de historias como la mía; eso nunca cambia. Pero en esa pequeña casa de dos años, yo fui capítulo cerrado.
Y si alguna vez intento regresar —porque uno siempre sueña con la revancha—, sé que me esperarán el termostato astuto de la fiebre, la tos que barre, el moco que atrapa, y ese ejército educado que llega con la leche materna, abriendo sus paraguas dobles para dejarme, otra vez… sin manos
Copiado del Muro del Doctor