09/08/2025
💔CUANDO NO SABÍA ESTAR CONMIGO 💔
Durante mucho tiempo tuve miedo a la soledad. No a estar solo, en el sentido literal (eso lo manejaba bien, o al menos eso creía), sino a esa sensación profunda de vacío que se encendía cuando no había nadie al otro lado del teléfono, cuando nadie me mandaba un WhatsApp, cuando la casa quedaba en silencio, cuando no tenía a quién contarle mi día ni con quién hablar por la mañana.
Me costaba estar conmigo porque, en el fondo, no sabía quién era ese con quien me tocaba compartir. Pero con el tiempo, comprendí que eso no era presencia, era evasión. No era amor propio. Y no era soledad... era desolación, no era verdadera compañía conmigo. Era distracción. No era un encuentro. Era un escape elegante, solapado bajo la máscara de la autosuficiencia.
Me aferraba a cualquier gesto que me hiciera sentir especial, a cualquier mirada que me diera la ilusión de ser suficiente. Como si mi valor solo pudiera existir reflejado en los ojos de otro. Me convertí, sin darme cuenta, en un mendigo emocional. Esperando (a veces exigiendo) que alguien, cualquiera, llenara los espacios que yo no sabía habitar.
Me resultaba incómoda mi propia compañía porque no tenía construida una relación interna, porque no sabía habitarme. Y en esa desconexión,
buscaba afuera aquello que no sabía darme: amor, validación, consuelo, compañía, sentido.
Me esforzaba por mostrarme como el candidato perfecto: atento, presente, detallista. Apenas conocía a alguien, lo daba todo. Tiempo, mensajes, energía, regalos, palabras. Era una especie de performance emocional. Sin saberlo, decía: “Mírame, soy lo que has estado buscando. Elígeme”. Y en esa carrera por ser elegido, me perdía. Idealizaba antes de conocer. Me enamoraba más de la idea que del ser humano real. Y así, elegía mal, elegía desde la ansiedad, desde la urgencia por evitar el silencio que tanto me incomodaba.
En ese momento, yo no lo veía. No era lo suficientemente honesto conmigo como para reconocer mis patrones relacionales. Creía que sabía estar solo. Cuando mi psicólogo me sugería que me diera la oportunidad de aprender a estar en soledad, me sentí juzgado. Me parecía hasta ofensivo que lo comentara. “¿Cómo que no sé estar solo?”, pensaba con cierto orgullo herido. “¿Acaso no he demostrado que puedo disfrutar mi tiempo libre?” : “Voy al cine solo si me apetece, me tomo un café, veo series los fines de semana en casa. ¿Cómo puedes decir que no sé estar conmigo?”.
Pero con el tiempo entendí: estar físicamente solo no es lo mismo que habitarse emocionalmente. Estar solo no debería doler, pero la desolación sí duele. Y yo no estaba solo… estaba desolado. Una ausencia interna. Una desconexión conmigo mismo que intentaba tapar con la presencia de alguien más. Con cada mensaje, con cada cita, con cada nuevo intento de relación, estaba intentando llenar un hueco que ni yo mismo me animaba a mirar de frente.
Y como era de esperarse, esas relaciones que construía y elegía desde el miedo, desde la ansiedad, desde la urgencia por evitar el silencio que tanto me incomodaba, terminaban fracasando. No porque la otra persona fuera cruel o indiferente, sino porque yo llegaba cargando un deseo de salvación disfrazado de amor, no era amor: era una anestesia emocional. Y cuando la magia se rompía (porque inevitablemente se rompía), volvía a sentir el mismo vacío, la misma carencia... y salía de nuevo a buscar quién la llenara. Cuando se rompía el encanto, me rompía con él. Pero no me daba espacio para sanar. No me permitía el duelo, ni la reflexión. Saltaba a la siguiente relación como quien cambia de estación buscando una canción que lo saque del silencio. Buscaba una nueva dosis de afecto, una nueva distracción, un nuevo salvavidas. Me volvía adicto a no estar solo. Adicto a no estar conmigo.
Hasta que un día, algo dentro de mí se detuvo. No fue una gran epifanía, más bien una acumulación de pequeñas incomodidades que se hicieron insoportables. Me miré en el espejo y, sin rodeos, me pregunté: ¿por qué me resulta tan incómoda mi propia compañía? ¿Qué hay en mí que no quiero enfrentar cuando no hay nadie más? ¿Por qué sentía el impulso constante de llenar ese vacío emocional con otra persona?
Y fue ahí, en ese instante de brutal sinceridad, donde por fin acepté lo que durante años había evitado: no sabía estar conmigo mismo.
Entonces, entendí que si quería una experiencia diferente, tenía que hacer cosas diferentes. Comenzó una nueva etapa. Elegí, por voluntad propia, entrar en una especie de abstinencia emocional. No sólo sexual o afectiva, sino de cualquier vínculo romántico, ligue o distracción sentimental. Me alejé del juego de las promesas vacías. No como castigo, sino como un acto profundo de amor hacia mí, poner en práctica el control de estímulos. Como quien necesita limpiar el terreno antes de volver a sembrar.
Esa abstinencia se convirtió en un espacio de exposición a lo que tanto evitaba: el malestar, la incomodidad, el eco de mis pensamientos. Me enfrenté a mis vacíos, a mis voces internas, a mis heridas abiertas. Me reconcilié con la soledad. Fue duro, sí. Pero también fue liberador. Porque ahí, en medio del silencio, empecé a encontrarme.
Descubrí que estar conmigo no era tan aterrador como pensaba. Que debajo del ruido había una voz más suave, más honesta, que sólo necesitaba ser escuchada. Aprendí a cuidarme, a conocerme, a reconocer mis límites, a sostenerme cuando me sentía frágil. Cultivé el autoconocimiento, y de ahí brotaron otras flores: autorespeto, autocompasión, autoestima, asertividad.
Empecé a tratarme como siempre había querido que otros me trataran. Aprendí a hablarme con ternura, a mirarme sin juicio, a ser el refugio que durante años había buscado en brazos ajenos. Esa soledad que antes era un pozo se convirtió en un hogar. Ya no se trataba de sobrevivir al silencio, sino de honrarlo. De encontrar paz en mi presencia.
No digo que todo fue magia, que fue instantaneo, que estaba sanado. A veces volvía a sentir el viejo anhelo de ser elegido, de ser visto, de compartir el camino. Pero ya no desde la urgencia, sino desde la abundancia. Ya no busco a alguien que me salve. Porque ya me tengo. Ya me elijo.
Y si el amor ha de llegar, que sea para compartir esta plenitud recién construida, no para llenar un vacío.
Aprender a estar conmigo ha sido uno de los viajes más complejos y necesarios de mi vida. Pero también, la más liberadora. Porque por fin, ya no huyo de mí. Por fin, puedo decir que mi presencia ya no me resulta aversiva. Al contrario: la estoy aprendiendo a habitar. Y eso, en sí mismo, ya es un acto de amor. Porque sólo cuando uno aprende a habitarse, puede verdaderamente habitar el amor.
¿Y si hoy das ese primer paso hacia ti?
¿Estas list@? ☺️🙏😉