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09/12/2022

HAY QUE ABRIR LOS OJOS AL MUNDO

Aquiles Córdova Morán

Nuestra situación interna es, ciertamente, bastante conflictiva y con claros síntomas de empeoramiento en el futuro cercano. Esto explica nuestro ensimismamiento en la problemática nacional y nuestro olvido del mundo. Sin embargo, aunque a primera vista no lo parezca, la situación mundial nos afecta más de lo que creemos. Esta realidad, normalmente, no se percibe, pero hay momentos en que esto cambia radicalmente y se torna peligroso ignorarlo, dejarse llevar por la inercia de la indiferencia.

Creo que nos estamos acercando a una de estas coyunturas, y pienso que es necesario que nos preparemos lo mejor que podamos para hacerle frente. Hace ya un buen tiempo (en términos prácticos, lo que va del siglo XXI) que las tensiones entre Estados Unidos y sus países súbditos (o “aliados”, como les gusta considerarse), agrupados en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), por un lado; y las potencias euroasiáticas (Rusia y China, destacadamente) por el otro, vienen creciendo peligrosamente y poniendo cada vez en mayor riesgo la paz mundial. Y no olvidemos que un choque directo de ambos bloques, rápida e inevitablemente evolucionaría a una guerra nuclear total, que pondría en peligro la supervivencia misma de la especie humana.

¿Cuál es el fondo de la disputa? Antes de responder diré que, en encrucijadas como esta, la razón y la lógica quedan siempre supeditadas a los grandes intereses en juego, y pierden por eso su capacidad para revelar la verdad. En tales ocasiones, la fuerza de la verdad no basta para convencer a la opinión pública. Dicho esto, respondo que el fondo de la creciente tensión mundial es la pretensión norteamericana, sobradamente documentada y demostrada por los hechos, de hacerse con el dominio total del mundo para “reordenarlo” de acuerdo con su ideología y sus intereses y, desde luego, en provecho exclusivo de la pequeña élite propietaria de los inmensos monopolios trasnacionales que realmente mandan en los EE. UU. La conservación y expansión continua de esos monopolios exigen el dominio firme y seguro de todos los recursos y de toda la riqueza del planeta. Así lo ha reiterado varias veces, con su peculiar estilo, el actual presidente, Joseph Robinette Biden.

Para ello, pretenden borrar las fronteras, los gobiernos, los ejércitos, las economías y las culturas nacionales, es decir, pretenden acabar con los Estados nacionales, a los que ven como un obstáculo, como el muro a derribar para adueñarse de la riqueza mundial. Se trata de consumar la dictadura mundial de los monopolios, tal como Lenin predijo desde 1916. Obviamente que, para materializar tan ambicioso plan, resulta indispensable ocultarlo bajo el mejor maquillaje posible, al mismo tiempo que hace falta presentar los objetivos del “enemigo” con los ropajes más negros, repulsivos y aterrorizadores para el gran público. Si se logra que la gente se trague este burdo maniqueísmo, la victoria está asegurada.
Eso fue la “guerra fría” que culminó con la “derrota” del socialismo: una intensísima guerra mediática que mentía por partida doble: atribuía a la URSS y sus aliados las intenciones más diabólicas en contra de la libertad y el bienestar de la humanidad y, en abierto y efectista contraste, atribuía al capitalismo y a la “democracia occidental” las más grandes virtudes y los más generosos propósitos de igualdad, libertad, bienestar, empleo, salud, educación y vivienda. Hoy podemos ver con claridad que todo fue una grotesca mentira para manipular al pueblo ingenuo. Con toda razón, el historiador catalán Josep Fontana dice que la “guerra fría” debió llamarse, en realidad, “guerra sucia”. Pero el imperialismo logró su objetivo; consiguió que la gente odiara y temiera al socialismo más que a la peste y que estuviera dispuesta a creerle y a perdonarle a los heraldos de la explotación, la desigualdad y la pobreza, sus peores crímenes y trapacerías. El imperialismo derrotó al bloque socialista ayudado por la traición de Gorbachov y su camarilla bujarinista.

A raíz de este triunfo, más su pretendida victoria en la Segunda Guerra Mundial, el imperialismo se sintió con el derecho a decidir el futuro de la humanidad; creyó que tenía al mundo en el bolsillo y comenzó a poner en ejecución su plan de dominio absoluto: llevó la OTAN hasta las fronteras de Rusia; impuso al mundo el neoliberalismo y la teoría de la globalización económica y comenzó a invadir y a masacrar a las naciones débiles del norte de África y el Medio Oriente para acabar con los Estados nacionales. Pretendía, además, impedir el surgimiento de un nuevo competidor capaz de disputarles la hegemonía mundial, pero la ley del desarrollo universal le ha vuelto a burlar: ante sus propios ojos, y en cierta medida con su ayuda interesada, se alzaron dos gigantes capaces de desafiarlo: Rusia, cuyo control creía asegurado, y China, a la que creía genéticamente incapacitada para la ciencia y la técnica occidentales. Ahora, para consumar su proyecto, debe pasar sobre esos dos formidables enemigos. De aquí la tensión mundial.

Es por esto que trabaja en una nueva “guerra fría” aprovechando la experiencia exitosa del pasado. Quiere volver a hacer de la sociedad un cómplice ingenuo e involuntario de su nueva guerra de satanización del enemigo para aislarlo y destruirlo o someterlo a sus intereses. Nuevamente se presenta como defensor inquebrantable de la democracia, la libertad, los derechos humanos y el “desarrollo compartido” de todos los pueblos, en abierto contraste con los gobernantes “autoritarios” y los “dictadores declarados” que oprimen a sus pueblos. Como no puede presumir de pacifista porque su militarismo está a la vista y esa política le ataría las manos para usar su arsenal nuclear, engaña al mundo diciendo que esas armas son para “defender al mundo libre”.

Pero la nueva “guerra fría” no puede funcionar igual porque el mundo ya no es el mismo. Solo permanece, incrementado notablemente, el poder manipulador de los medios, la “artillería del pensamiento” como dijo Hugo Chávez. Esta “artillería” “…busca derribar los mecanismos de defensa de la población agredida; confundirla, hacerla dudar de la integridad o patriotismo de sus gobernantes presentados (…) como figuras monstruosas, y sus gobiernos como infames «regímenes», feroces estados policiales que violan los más fundamentales derechos humanos y las libertades públicas. Bajo este torrente de manipulación informativa (…) mucha gente se verá inducida a pensar que quizá sus agresores tengan razón y realmente quieran librar al país del dominio de sus horribles opresores (…). Una vez que se «ablandan» las defensas culturales de una sociedad (…) y el ariete mediático ha perforado el muro de la conciencia social; una vez que lo ha envenenado con cientos de «fake news» y «posverdades» desmoralizado o al menos confundido a la población y a las fuerzas sociales antiimperialistas, el terreno queda listo para el asalto final” (Atilio A. Boron, 5 de julio 2021).

Justamente eso es lo que vimos en Cuba: una parte pequeña (pero útil a los fines del imperialismo) de la población sale a protestar contra el gobierno que más ha hecho por su pueblo en todo el continente latinoamericano, llamándolo “dictadura” y exigiendo “libertad”, sin una sola palabra de condena contra el verdadero tirano y culpable de su desgracia, que es el imperialismo yanqui y sus 60 años de bloqueo criminal de su patria. Y peor aún resultó verlos aceptar el “apoyo” del presidente Joe Biden, que sale a hacer llamados al gobierno cubano para que “escuche a su pueblo”, cuando él no escucha a todos los países del mundo que le exigen levantar el bloqueo asesino contra la isla. De este tamaño es el peligro de no saber leer la situación mundial y no entender nada de la geopolítica actual.

Pero el imperialismo ha entrado en una visible e irreversible decadencia. La inversión norteamericana ya no crece como antes porque la renta es cada vez menor a causa de la automatización creciente y el consiguiente despido de trabajadores. El mal es incurable porque es inherente al capitalismo; el dinero sobrante se refugia en la actividad especulativa que, a su vez, sin inversión productiva, tampoco puede sobrevivir y crecer y acaba asfixiando al sistema. Los líderes han intentado hallar el remedio en el neoliberalismo y la globalización y han fracasado. Ahora buscan la salida en la venta de armas y en las guerras (complemento del tráfico de armas) para adueñarse de los mercados y los recursos naturales de los países invadidos. En este marco se inscriben las crecientes tensiones con Rusia y China, la nueva “guerra fría” y las provocaciones de la OTAN contra ambas potencias.

EE. UU. viene actuando como un gobierno mundial de facto: juzga, sentencia y castiga a empresas y países que no se alinean a sus intereses, pasando por encima de la legislación internacional. Rusia y China claman inútilmente por el respeto al orden mundial establecido. Las provocaciones militares a China tampoco escasean: barcos de guerra en el mar del Sur e intervención yanqui en Taiwán, una isla que China reclama como suya, entre lo más visible.

EE. UU. busca la guerra, una guerra que nos afectaría a todos llegado el caso y contra la que debemos pronunciarnos y protestar desde ahora. Son los coletazos del dragón herido (y más peligroso por eso) y ya tocaron a nuestra puerta, como lo prueban los ataques a Cuba, Venezuela, Nicaragua y el as*****to del presidente de Haití,. EE. UU. quiere asegurar su “patio trasero” y comienza a eliminar a los “enemigos” que pudieran oponerse a ese control. Mario Firmenich, reconocido luchador argentino, dice: “Vivimos una guerra que es simultáneamente una típica disputa geopolítica entre potencias (por ahora sin disparos de misiles estratégicos) y también una guerra civil mundial genocida, declarada por el establishment económico de la globalización contra los pobres del mundo; el objetivo es despojar a los pueblos pobres de su soberanía sobre los recursos naturales cada vez más escasos y reducir la población mundial” (Voltairenet.org, del 11 de julio de 2021). Ahí vamos nosotros, los mexicanos, y es mejor que lo entendamos, que despertemos a tiempo, antes de que las circunstancias nos rebasen definitivamente.

01/12/2022

LUCHA SALARIAL OBRERA, FRENO A LA CRISIS

Por: Aquiles Córdova Morán

Se afirma que el aumento de los salarios, por cuanto incrementa los costos de los fabricantes y, por tanto, los precios de sus productos, es altamente inflacionario y debe controlarse si queremos evitar una crisis o salir de ella. He aquí la razón de fondo que se esgrime para conceder a los obreros sólo aumentos de hambre.

Pero la afirmación de que un aumento salarial repercute fatalmente en el incremento de los precios solamente es cierta si se admite, al mismo tiempo, que no pueden o no deben reducirse, ni en el grosor de un cabello, los márgenes de ganancia de los empresarios, sino que, por el contrario, tienen que aumentar constantemente para mantenerse "atractivos". De no ser así, los aumentos salariales suficientes no solamente no resultan inflacionarios, sino que son un correctivo enérgico para la crisis en la medida en que restablecen el equilibrio en uno de los puntos neurálgicos del sistema, en la relación precios-salarios, es decir, en la medida en que atenúan los efectos de la inflación.

La inflación, la elevación constante y sin control de los precios, es uno de los resultados de la ruptura del equilibrio general del sistema, que estriba en que éste, debido a perturbaciones externas al circuito económico, ya no puede hacer frente a las necesidades que le impone la producción y la reproducción ampliada del mismo, ateniéndose al viejo esquema de reparto de la riqueza social. Dicho de otro modo: la porción de la riqueza social que corresponde a la clase propietaria y al Estado resulta, de pronto, insuficiente para hacer frente a los gastos y compromisos derivados de la existencia y funcionamiento del sistema, al mismo tiempo que es incapaz de satisfacer las expectativas de ganancia y enriquecimiento de ambos sectores.

Ante el problema se abren dos salidas: una, aumentar la producción en cantidad y calidad hasta colocarla a la altura de las necesidades, es decir, producir más riqueza para que alcance satisfactoriamente a todos; otra, sencillamente aumentar la porción de riqueza en manos de la clase poseedora y del Estado a costa de la parte que corresponde al pueblo y a las clases laborantes, es decir, jalar la cobija hasta donde aguante, aunque la inmensa mayoría se quede descobijada.

Este segundo camino (que casi nunca se elige premeditadamente, sino que se pone en marcha automáticamente, como una reacción instintiva, ante las dificultades de la economía), es el de la inflación. La inflación, entendida como el aumento desmedido de los precios, no es otra cosa que un mecanismo económico que sirve para trasladar recursos de manos del pueblo, de los trabajadores, a manos de las clases poseedoras y del Estado, que buscan así salir de sus apremios económicos y "reactivar la producción".

El problema de este segundo camino radica en que es una salida falsa. Los defensores de la restricción salarial y del aumento sin control de los precios alegan que ésta es la única manera de preservar la planta productiva, asegurar el abasto de todos los productos y garantizar tasas de ganancia que propicien la inversión y la reinversión en mejores condiciones, elevando así la producción y la productividad. Es decir, de acuerdo con este punto de vista, mayor productividad o mayor inflación no son dos caminos diferentes para salir de la crisis, sino dos fases sucesivas del mismo proceso, la primera de las cuales, la inflación, a pesar del enorme sacrificio que impone al pueblo y a la clase obrera, es necesaria para preservar la planta productiva y para crear las condiciones de una futura reactivación.

Pero este planteamiento olvida que la contención salarial y el alza desmedida de los precios, es decir, el empobrecimiento drástico de las grandes masas de trabajadores, dejando a un lado si se quiere consideraciones de tipo ético y moral, trae como consecuencia un profundo debilitamiento del mercado interno y una incapacidad real, física y mental de los obreros para mejorar su trabajo en cantidad y calidad. En consecuencia, dicha política cierra en los hechos la posibilidad de una auténtica recuperación económica que dice perseguir en teoría.

La otra alternativa, en cambio, la de una política orientada en lo inmediato a la elevación de la producción y la productividad, lejos de apoyarse en la restricción salarial y en el aumento de los precios, exige como condición el aumento suficiente de los salarios. Con ello busca, en primer lugar, el fortalecimiento del mercado interno y, en segundo lugar, las condiciones materiales y sociales que permitan a los obreros desplegar un trabajo superior, en cantidad y en calidad, para elevar la producción.

Pero esta segunda opción tiene un grave defecto. Exige también la contención, dentro de ciertos limites, de los afanes de lucro de los patrones; exige que estos se avengan a sacrificar una parte de sus márgenes de ganancia, en tanto se logran avances firmes en la reactivación de la actividad económica. Este camino implica, en otras palabras, que los patrones deben de pagar una parte del costo para salir de la crisis; mientras que el otro, el de la inflación incontrolada, implica que todo el costo caiga sobre los hombros de los trabajadores.

Y es evidente de toda evidencia que, dígase lo que se diga, se argumente como se argumente, los poderosos no van a renunciar a sus ganancias, no van a decidirse, por la simple compulsión de la razón y la lógica, por un camino que les impone renuncias y sacrificios, por firme y seguro que parezca. Es necesario que una fuerza objetiva, real y poderosa los obligue a ello; y esa fuerza no puede ser otra que la de un movimiento obrero bien organizado e independiente, que esté dispuesto realmente a defender sus intereses, en primer lugar el incremento de los salarios.

La independencia y la capacidad de lucha de la clase obrera siempre han sido necesarias en todo tiempo y lugar para la conquista de una mejoría real de sus condiciones de vida y las de sus familias. Pero hoy, en México, esa independencia y esa capacidad de lucha son imprescindibles, además de por lo anterior, por una razón adicional: porque constituyen una de las pocas esperanzas reales, viables, para reorientar al país por una senda de auténtica superación de la crisis.

16/11/2022

¿ESTAMOS AL BORDE DE UNA TERCERA GUERRA MUNDIAL?

Por: Aquiles Córdova Morán

De los imperios antiguos aprendimos que el supremacismo, el hegemonismo absoluto e incompartido de una potencia sobre las demás naciones, es la esencia misma del imperialismo; que para quienes detentan el poder imperial, cada nueva nación conquistada y sometida es solo una nueva frontera que derribar en un proceso de expansión que no conoce límites. Así lo ilustran el Imperio Persa, el de Alejandro Magno y el gran Imperio Romano, quizá el mejor conocido por el mundo moderno. A nosotros nos ha tocado vivir dentro de un nuevo tipo de imperialismo, un imperialismo que se distingue de los antiguos en muchas y muy importantes cuestiones, a pesar del cual no hay duda de que, para poder realizar sus propios fines, necesita actuar y actúa exactamente como los imperios antiguos en materia de expansión ilimitada, impulsado por la misma hambre irrefrenable de conquista para poner a todo el mundo al servicio de sus intereses comerciales, financieros y políticos.

Hay acuerdo entre los economistas e historiadores serios de todo el mundo en que la fase imperialista del capitalismo (al que sus apologistas prefieren llamar “economía de mercado” o de “libre empresa”) comenzó a manifestarse claramente y a desarrollarse en la segunda mitad del siglo XIX, específicamente a partir de 1870: en los Estados Unidos, después de terminada la guerra de secesión entre el norte industrial y el sur esclavista; en Alemania, al término de la guerra franco-prusiana que terminó con la anexión de los territorios de Alsacia y Lorena por parte de Alemania; en Inglaterra y Francia, gracias a la intensificación del comercio monopólico y ventajoso con sus colonias adquiridas con anterioridad; y en todas ellas, por el activo intercambio comercial de unas con otras y con los países menos desarrollados. Sea como fuere, el hecho evidente es que, en su primera fase, el imperialismo no pudo, o no quiso, impedir el surgimiento de varias potencias económicas y militares que se desarrollaron al mismo tiempo y en el mismo grado, capaces por tanto de reclamar para sí la hegemonía mundial. El economista inglés John A. Hobson dice al respecto que, en la primera década del siglo XX, había “varios imperialismos” que competían entre sí por el dominio del mercado mundial.

Según esto, tampoco cabe la duda sobre los verdaderos motivos y el carácter de las dos Guerras Mundiales que ha padecido la humanidad hasta hoy: ambas fueron, independientemente de los motivos y agravios esgrimidos por las partes contendientes, guerras inter imperialistas que buscaban dirimir la disputa por el mercado mundial. El bloque encabezado por Alemania exigía un nuevo reparto de dicho mercado; el encabezado por Inglaterra, en cambio, defendía el reparto existente porque le era enteramente favorable. No debe obviarse, sin embargo, que, pese a su innegable similitud, hubo también hondas diferencias entre ambas guerras: en la primera, Alemania y aliados solo exigían un reparto “más equitativo” del mundo; en la segunda, en cambio, el ideal de Alemania, encarnado por Hi**er y el partido n**i pero que representaba el sentir de toda la gran burguesía y una buena parte de las otras clases acomodadas de esta nación, era, precisamente, el supremacismo, la hegemonía absoluta de Alemania sobre el planeta entero, incluidas Francia, Inglaterra y los propios Estados Unidos. Esta es la razón de por qué estos últimos países tuvieron que luchar contra Alemania a pesar de que, a esas alturas, ya estaba claro para todos que el verdadero peligro era el avance victorioso del socialismo en todo el inmenso territorio de la URSS. Y así se explica también, para decirlo todo de una vez, la conducción de la guerra (los aliados dejaron caer casi todo su peso sobre la URSS y el Ejército Rojo, con la esperanza de que sus dos enemigos, Alemania y la URSS, se aniquilaran entre sí o, en el peor de los casos, que Hi**er y sus hordas aplastaran a Stalin y su ejército para luego negociar con él) y el curso que siguió la historia del mundo hasta su configuración actual, junto con el alineamiento de fuerzas que lo caracteriza.

La Segunda Guerra Mundial arrojó dos resultados decisivos para entender la realidad actual: a) resolvió la disputa inter imperialista sobre a quién correspondía el cetro de la supremacía mundial en favor de Estados Unidos; b) enseñó a las clases dirigentes de este país que, si quieren evitar otra guerra tanto o más sangrienta que las anteriores y ejercer su hegemonía en paz y prosperidad continuas, deben evitar, a como diera lugar y por cualquier medio a su alcance, que surja un nuevo foco de desarrollo fuera de su control, capaz de acumular riqueza y poder militar que, andando el tiempo, lo coloquen en situación de disputarles la supremacía mundial. La creación misma de la OTAN, el bloque militar más potente, destructivo y temible de la historia, y su conservación, continua expansión y modernización de su poder de fuego aún después (y sobre todo) de la caída de la URSS y el bloque socialista, dicen bien a las claras que su misión no es tanto defender al “mundo libre” de una inexistente “amenaza comunista”, sino mantener sujetas y obedientes a todas las naciones de la vieja Europa que han caído bajo su poderío. El que tenga ojos para ver y oídos para oír, que vea y oiga lo que pasa a su alrededor y se convencerá fácilmente de que lo que digo es cierto.

Y, al menos hasta el día de hoy, los EE. UU. han logrado el gran objetivo de evitar el surgimiento de uno o varios rivales de consideración. En su área de influencia no hay, en efecto, un solo país, una sola región económica, un solo ejército que quiera y pueda disputarle su dominio indiscutido sobre el mundo. Pero con esto y como consecuencia inevitable de esto, su esencia profunda, que es la misma de todo imperialismo en su forma clásica, esto es, la absoluta incapacidad para tolerar y convivir con otra potencia, e incluso con cualquier país que no esté sometido a su poder, se ha hecho más honda, agresiva y desafiante, a grado tal que sus agentes, sus espías, sus embajadores en todo el mundo, cumplen hoy el papel de canes ventores cuya tarea es señalar, allí donde asome la cabeza, cualquier atisbo de insumisión, soberanía e independencia, por legítimas e inofensivas que sean; allí donde se alce una frontera que no ha sido derribada y que está pidiendo a gritos que se la conquiste según ellos. De aquí y solo de aquí surge la imposibilidad reiterada de llegar a acuerdos constructivos en favor de la paz y de la convivencia mundial con la Federación Rusa, con China, con Corea del Norte, o con Venezuela, Ecuador y Bolivia en esta América nuestra, y de aquí surge también, por tanto, la grave amenaza a la paz mundial.

Los EE. UU. no admiten competidores de ninguna clase y en ningún terreno, o sea que no están dispuestos permitir, y menos colaborar con el desarrollo de los pueblos pobres de la tierra para evitar, según ellos, que puedan llegar a convertirse en una amenaza a su dominio mundial. Por eso les provoca urticaria el discurso de Putin en favor de un mundo multipolar, pues están convencidos de que, de ocurrir algo así, tarde o temprano se volverá inevitable una nueva guerra, tal como les enseñaron la primera y la segunda conflagraciones mundiales. En consecuencia, antes que gastar sus recursos en el combate a la pobreza, prefieren embarcarse en una nueva y costosísima carrera armamentista cuya finalidad es obtener la superioridad militar absoluta sobre Rusia, China y aliados, y así obligarlos al sometimiento incondicional sin necesidad de llegar a una verdadera guerra nuclear. El problema es que ni Rusia ni China están dispuestas a rendirse a semejante chantaje atómico y se han puesto, con toda razón y derecho, a afinar sus propias armas, al tiempo que advierten, urbi et orbi, que su armamento es puramente defensivo pero que no rehuirán ningún peligro si se les obliga a defenderse. La paz mundial, pues, no depende de ellos, sino del desbocado hegemonismo norteamericano.

Los pueblos tienen derecho a saber la verdad y el peligro que corre la humanidad, verdad y peligro que los medios y la “inteligencia” de occidente (incluido México, por supuesto) le ocultan o le ofrecen tergiversada. Y deben saber también que solo los pueblos del mundo organizados, conscientes y en pie de lucha, pueden amarrar las manos a los guerreristas y obligarlos a respetar la vida y la paz de todos los habitantes del orbe. Estuvo de moda sentar plaza de insobornable defensor de la libertad y la democracia acusando al republicano Donald Trump de “fascista” y de “peligro para la paz mundial”; pero este enfoque facilón, falso y reduccionista, olvida o esconde que el fascismo nunca ha sido cuestión de una sola persona, por poderosa y perversa que se la suponga, sino de poderosas élites que han ido y van tras la quimera del dominio mundial absoluto. Ignora u oculta, por tanto, que el verdadero peligro es de quien representa los monopolios más agresivos y guerreristas de su país. Lo que los valientes héroes de la cruzada anti Trump defendían, sabiéndolo o no, es al verdadero fascismo, al fascismo de los monopolios financieros, al conducir a la opinión pública por un camino extraviado y opuesto a los intereses de la paz y de la convivencia entre todas las naciones de la tierra.

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09/06/2022

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LA DICTADURA MUNDIAL

Por: Aquiles Córdova Morán

La bandera política con la cual el capitalismo mundial combatió al sistema socialista que nació a raíz de la Primera Guerra Mundial, fue sin duda la de la democracia, manejada como la mejor alternativa, como la mejor opción que podía oponerse a lo que se calificó siempre como una feroz dictadura burocrática, encarnada en los partidos comunistas que gobernaban en los países del llamado “bloque soviético”.

Los políticos y los ideólogos más conspicuos del “mundo libre” repitieron siempre, una y otra vez, que el socialismo no sólo era económicamente inviable, sino, además, un sistema inhumano que conculcaba las libertades y los derechos básicos del hombre, convirtiéndolo en una cosa, en un autómata, en simple pieza de una maquinaria brutal que lo esclavizaba y lo obligaba a ponerse al servicio de una supuesta causa superior, que ni entendía ni estaba pensada, en esencia, para beneficiar sus intereses materiales y espirituales, sino a los de sus dominadores y manipuladores.

En contrapartida, por implicación o expresamente, se ponía a las economías basadas en la explotación del trabajo asalariado y en el libre juego de las leyes del mercado, como modelos no sólo de eficiencia económica, sino también de humanismo, de libertad y de tolerancia; como profundamente respetuosas de valores tan elementales y básicos como la libertad religiosa, la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y de información, el derecho de libre asociación y organización, el derecho al trabajo, a la salud, a la educación y a la alimentación y, como telón de fondo de todo esto, del respeto irrestricto a la soberanía e independencia de las naciones y, consecuentemente, de su derecho a elegir libremente el tipo de gobierno más acorde con los intereses y la idiosincrasia de sus ciudadanos. En una palabra: se nos decía que el triunfo del capitalismo y la derrota del totalitarismo de corte soviético, traería a la humanidad una era de paz, de progreso y de desarrollo económico jamás vistos hasta entonces, aparejados con el respeto incondicional a todos los derechos y libertades básicos de los hombres y de las naciones.

Hoy estamos en plena era postsoviética, pero en vez de la dignificación espiritual y del progreso material de la humanidad que se nos había prometido, lo que vemos por todos lados es más pobreza, más ignorancia, más desempleo y más insalubridad para las grandes masas de trabajadores y de desposeídos en general; lo que ocurre ante nuestros ojos es una monstruosa concentración de la riqueza planetaria en las manos de unos cuantos potentados que se pueden contar con los dedos, mientras que la miseria en todos sentidos se extiende de modo incontenible, como una mancha de aceite, como un cáncer devorador, abarcando cada día a millones y millones de seres humanos que no encuentran empleo, o ganan un sueldo miserable que no les permite ni siquiera sobrevivir con dignidad.

Y vemos también cómo, para mantener y perpetuar este estado de cosas, se atropella y persigue todo aquello que antes se decía defender; cómo la protección de los tan llevados y traídos derechos humanos se han convertido en un arma en manos de los poderosos y de los privilegiados para hostilizar y combatir a sus enemigos políticos, en un recurso para mantener amenazados y quietos a líderes populares, a organizaciones sociales y a países enteros, bajo la amenaza de acusarlos y castigarlos como violadores de tales derechos, cuando la verdad es que éstos importan un verdadero cacahuate cuando de salvaguardar los intereses de los potentados se trata.

Y lo peor de todo, por si algo hiciera falta, estriba en que ha desaparecido, de facto, la soberanía y la independencia de las naciones; en que éstas ya no pueden elegir su forma de gobierno ni la política económica a aplicar de sus fronteras hacia adentro, simple y sencillamente porque los países ricos, los llamados países capitalistas de punta, no permiten ya ningún tipo de ensayo de esta naturaleza que ponga en riesgo su prosperidad económica y su hegemonía absoluta sobre las naciones débiles en el terreno político. Desde la derrota del socialismo, en el mundo ya no hay más que de una sopa: o se es un país “democrático” o se atiene uno a las sanciones correspondientes, mismas que, como a todo mundo le consta, no excluyen la agresión militar y el arrasamiento total, como lo atestiguan el caso de la antigua Yugoslavia y el martirizado Afganistán.

Así pues, la humanidad entera está viviendo una paradoja. La derrota de la dictadura comunista y el triunfo de “la libertad” nos están conduciendo, rápidamente, a un nuevo tipo de dictadura: la dictadura de los países económica y militarmente poderosos sobre los países débiles. El mundo unipolar, el mundo dominado por una sola potencia, se está evidenciando como un mundo esclavo de dicha potencia, en el cual sólo se respeta y cumple la voluntad de esta última. La dictadura planetaria busca implantar por la fuerza (por eso es una dictadura) la “democracia” en los demás países, con lo cual queda evidenciado, además, que la democracia no está siempre, necesariamente, al servicio de las mayorías, sino que puede transformarse, perfectamente, en un mecanismo simulador, encubridor de una política de exacción, de explotación y de sometimiento de los débiles (ciudadanos y países) en beneficio de quienes detentan el poder económico y militar.

Nunca la preponderancia de un solo actor, de una sola fuerza, ha sido fuente de igualdad, de justicia y de paz. El poder omnímodo, incompartido, tiende necesariamente a la arbitrariedad, al abuso, a la parcialidad y a la pérdida del más elemental sentido del equilibrio. Por eso vemos cómo Estados Unidos protege y justifica aun los actos más crueles y violatorios del derecho internacional cometidos por Israel en contra de los palestinos; por eso vimos con terror la invasión a Irak, a pesar de que los investigadores de la ONU no encontraron un solo vestigio de armas de destrucción masiva en ese país; por eso vemos cómo los fuertes se arrogan el derecho al monopolio de la energía nuclear, mientras niegan ese mismo derecho a los países débiles, tal como ocurrió en el caso de Corea del Norte. Todos estos horrores y abusos, lo reconozcamos o no, habrían sido impensables en la época en que el socialismo hacía contrapeso a la voluntad hoy incontrastada del imperialismo.

La pobreza, la ignorancia, la enfermedad y la injusticia seguirán campando por sus respetos en el planeta entero, mientras esté viva la paradoja de un gigante todopoderoso que intenta imponer la democracia por la fuerza a las demás naciones, impidiéndoles seguir su propio camino, es decir, la paradoja de una democracia formalista a nivel nacional y una dictadura auténtica a escala planetaria. Ningún predicador de buenos deseos, ningún discurso humanista y conciliador, y mucho menos un simple cambio de fechas en el calendario, podrán cambiar esta lacerante realidad.

Por eso cada año es trágico para los pobres tal como lo han sido los anteriores; duro y cruel para los desamparados y lleno de peligros y amenazas para la paz mundial. Sólo hay una alternativa para escapar de este círculo de hierro: volver a crear una teoría y una práctica revolucionarias para las grandes masas empobrecidas que, depuradas de los vicios y errores de las anteriores, sean una verdadera opción en la lucha por la liberación de la humanidad. Liberar a esta, en suma, exige acabar de raíz con la nefasta unipolaridad actual; crear otros focos de poder y de atracción para las mayorías; derrotar a la dictadura mundial que, hoy por hoy, nos tiene en sus garras, sin que se vislumbre ninguna esperanza fácil de pronta redención.

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