
29/07/2025
Estás en la cocina, apoyando una cadera contra la encimera. La puerta del armario sigue abierta.
Tienes en la mano el envoltorio de algo que ni siquiera recuerdas haber probado.
No fue planeado. No fue consciente. Simplemente... ¿sucedió?
Te dices a ti mismo que ni siquiera tenías hambre. Y quizá sea cierto.
Porque no era tu estómago el que necesitaba algo.
Era esa parte de ti que ha estado al límite todo el día. La parte que no sabe dónde poner el estrés, ni el aburrimiento, ni el hecho de que solo has dormido cinco horas y tienes diez emociones que aún no has nombrado.
Y en ese momento, surge esa misma sensación persistente: esa sensación de decepción.
Ahora bien, todos sabemos cómo puede sonar esa voz interior:
¿Cómo puedo seguir haciendo esto? ¿No me operé para dejar de comer mis sentimientos? ¿No debería estar contenta con mi restricción? ¿Por qué lo estoy arruinando todo?
Cambiar la forma de tu estómago no cambia la forma en que tu cerebro gestiona el malestar.
Puedes suturar tu estómago en una manga, reducir tu capacidad, seguir todas las reglas y aun así comer de maneras que no se ajustan a tus objetivos.