08/04/2025
Alguien dijo que en los hospitales somos expertos en tomar café. Y quizás tenga razón.
Pero no por gusto, ni por ocio. Lo tomamos para no rompernos.
Un vaso de cartón en mano mientras afuera el día transcurre, y adentro, el tiempo se detiene junto a una cama donde alguien comienza a despedirse. Ese café no es descanso: es abrigo. Es el puente frágil entre el dolor del otro y nuestra necesidad de seguir firmes.
Tomamos café para no llorar delante de una madre que no quiere soltar a su hijo que tiene cáncer terminal. Para mantenernos de pie cuando una mirada nos pide: “No me dejen solo”. Para encontrar palabras suaves donde ya no hay consuelo posible, solo presencia, solo humanidad.
Lo tomamos al terminar de ajustar una almohada, de humedecer unos labios resecos, de explicar con voz baja que no hay más que hacer… salvo acompañar. Y eso lo es todo.
Ese café nos recuerda que somos humanos también. Que detrás de la bata, del uniforme, del conocimiento, late un corazón que también se cansa, también se duele, también ama.
Así que no se burle de nuestro vaso de café. No lo mire con juicio. Míralo con compasión. Porque quien toma café en un pasillo en silencio, es quien, minutos antes, sostuvo una mano con ternura, cerró unos ojos con respeto,
y prometió, sin palabras, que el amor también se queda cuando la vida se va.