23/05/2025
En un pequeño vecindario, vivían dos vecinos que al principio parecían llevarse bien. Uno era carnicero, el otro pintor. Durante años se saludaban con cortesía, intercambiaban bromas y mantenían una convivencia tranquila. Pero con el tiempo, empezaron a surgir pequeñas diferencias.
—Ese perro no deja de ladrar en todo el día… —decía el carnicero, cada vez que lo escuchaba desde su cocina.
Mientras tanto, el pintor barría su jardín y murmuraba molesto:
—Siempre tengo que limpiar hojas y ramas que caen de ese árbol que tiene justo al lado de mi cerca…
Lo que empezó como simples molestias, se convirtió en discusiones esporádicas. Luego, los reclamos se volvieron más frecuentes. Cualquier excusa era suficiente para levantar la voz.
Hasta que un día, el carnicero perdió el control. Cruzó la calle con el ceño fruncido y entró sin permiso en la propiedad del pintor.
—¡Ya estoy harto de vos y de tu perro! —gritó el carnicero, con el rostro enrojecido por la rabia—.
Siempre hacés lo que querés y te importa un comino si los demás pueden descansar o no.
Y si te digo la verdad… ¡ni siquiera fuiste capaz de cuidar a tu esposa como se debía!
Por eso ahora estás solo.
El silencio invadió la casa.
El pintor, que estaba en su taller mezclando colores, se detuvo. Lo miró, respiró hondo… y no dijo nada.
El carnicero, aún más alterado por no recibir respuesta, se fue dando un portazo.
Minutos después, un vecino que había presenciado todo desde la vereda se acercó al pintor y le preguntó en voz baja:
—¿Por qué no dijiste nada?
—Tú sabes cosas que podrían herirlo igual o peor. ¿Por qué te quedaste callado?
El pintor limpió sus manos con un trapo y respondió con serenidad:
—Porque cuando una persona decide meterse al barro con un cerdo… ambos se ensucian. Y lo peor de todo es que al cerdo… le encanta.
—¿Qué querés decir con eso? —preguntó el vecino, intrigado.
—Que si yo respondía con el mismo enojo, terminaba siendo igual que él —dijo el pintor—.
Y la verdad… no estoy dispuesto a cargar con más suciedad emocional.
Prefiero conservar mi paz.
A veces, el silencio es la respuesta más firme que podés dar.
Y elegir no tirar basura, incluso cuando te la lanzan… también es una forma de ganar.
El vecino lo observó en silencio, impresionado por sus palabras.
—Gracias por decir eso —susurró—. Es algo que todos deberíamos aprender.
Reflexión final:
La sabiduría no siempre está en la última palabra, sino en saber cuándo no decir nada.
Hay discusiones que solo buscan arrastrarte al barro del resentimiento y la ofensa.
Y cuando logras mantener la calma, no es porque seas débil… es porque elegiste no ensuciar tu alma.
Recuerda: el silencio no es derrota, es control.
Y la paz interior… es la victoria más grande.
¿Vale la pena ganar una discusión si perdés la paz?