09/04/2025
*LA TOGA EN CAMPAÑA*
Gabriel Regino
Durante veinte años, la jueza Erika Ramos vivió en la sombra de los expedientes.
No fue famosa, ni viral.
Su nombre no apareció en columnas, pero su firma estaba en cientos de sentencias penales donde se jugaba la libertad, la vida y el miedo.
No estudió derecho para hacerse rica.
Lo hizo porque creía en algo más grande que ella:
la idea, todavía precaria, de que el derecho podía limitar el poder, defender al inocente y encauzar al culpable sin destruirlo.
Dio clases en la nocturna, capacitó policías, dictó resoluciones con perspectiva de género cuando aún no era obligatorio.
Se enfrentó a ministerios públicos mediocres, a defensas perezosas, a presiones internas.
Y resistió.
No fue perfecta. Pero resistió.
Hasta que llegó la reforma.
Entonces le dijeron:
“Si quieres seguir siendo jueza, tendrás que ganarte el voto”.
“¿El voto de quién?”, preguntó.
“De la gente. De tu distrito. De quienes no te conocen. De quienes no conocen la ley. De quienes nunca han pisado una audiencia… pero ahora decidirán si mereces seguir juzgando”.
Y así, Erika cambió su toga por camisetas.
Tuvo que aprender TikTok, alquilar un community manager.
Y salir.
A buscar el voto.
Casa por casa.
Colonia por colonia.
Tuvo que tocar puertas en un distrito que no era el suyo.
Sentarse con líderes vecinales a los que prometió “asesoría legal gratuita”.
Como si fuera una despensa.
Como si un juez penal pudiera representar jurídicamente a la comunidad sin traicionar su deber de imparcialidad.
Le pidieron que ayudara con un despojo.
Con un hijo preso por robo.
Con un policía que “metieron injustamente”.
No podía.
No debía.
Pero sonrió y dio su tarjeta.
Porque ahora, además de jueza, era candidata.
Y una tarde llegó al límite de la colonia.
Un punto de narcomenudeo que ni los municipales patrullaban.
Pero ahí vivía gente.
Y los votos no discriminan.
La recibieron con armas largas.
No la apuntaron.
Le ofrecieron agua.
Y le dijeron:
—“Aquí todos vamos a votar por usted, jueza. Pero usted también tiene que estar con nosotros, ¿verdad? Nomás no se olvide…”
Ella asintió.
¿Tenía opción?
¿Podía decir no?
Ese día, al volver a casa, guardó su toga en una caja.
La dobló con cuidado, como un recuerdo de otra época.
Ya no era jueza.
Ahora era rehén del sistema que decía representar.
Así comienza el fin de la justicia:
cuando al juez lo convierten en vendedor de sí mismo,
cuando su independencia se mide en likes
y su integridad en votos.