
13/08/2025
Hola. Me llamo Alan, tengo 27 años y soy de Ciudad de México. Si estás leyendo esto, quizá buscas inspiración o consuelo. Yo no tengo respuestas mágicas, pero tengo algo que puede servirte: una historia de dolor y que no terminó en derrota.
Mi vida antes del 2020 era sencilla, feliz, normal. Vivíamos en un pequeño departamento en Iztapalapa, mi mamá, mi papá, mi hermana y yo. Mi mamá era maestra de primaria. Mi papá, electricista. Mi hermana menor, Sofía, era la alegría de la casa.
Yo trabajaba medio tiempo en una papelería mientras estudiaba Administración en la UNAM. No teníamos lujos, pero nos teníamos a nosotros como familia unida. Y eso era suficiente.
Cuando el COVID llegó a México, nadie en mi casa lo tomó muy en serio al principio. Hasta que mi papá empezó con fiebre y tos. Mi papá no creía en el virus, ni la vacuna y eso es porque había mucha desinformación en las redes sociales. Lo llevamos al hospital y ya no regresó.
Luego dos semanas después mi mamá se puso enferma. Ella tenía hipertensión y eso empeoró su salud. No aguantó. No me dejaron verla ni despedirme, solo me quedé llorando en la reja del hospital. Me puse a rezar mucho, pedirle a Dios que por favor no me abandone.
Pero lo peor vino después. Mi hermanita Sofia, la pequeña, la princesa de mis padres también se contagió. Dios mío, solo tenía 9 años, no le hacía daño a nadie, era una niña muy buena. No entiendo por qué pasa todo esto. Fue la única vez que pude entrar al hospital y ni siquiera podía tocar su mano y solo me arrodillé en el suelo a llorar desde la puerta mientras las enfermeras me trataban de levantar.
En menos de dos meses, perdí a toda mi familia.
Me quedé solo. Solo en el mundo.
No podía comer y solo lloraba. No podía dormir, ¿cómo se puede dormir en esa situación? Muchas veces pensé en quitarme la vida porque ya no le encontré sentido a estar solo en esa casa, extrañando a mi familia, los zapatos de mi papá, el lugar donde se sienta mi mamá, los juguetes de mi hermana.
¿Para qué vivir?
¿Por quién vivir?
Me levantaba, miraba sus fotos, y volvía a la cama. Un día me llamaron del hospital diciéndome que tenía que recoger las cosas de mi mamá. Sinceramente no quería ir, ya estaba cansado de llorar, pero fui y me dieron una bolsa con sus cosas. Volví a mi casa y dejé las cosas en la mesa. Me fui a mi cuarto y me eché en la cama.
No recuerdo a qué hora desperté, pero era de madrugada. Me senté en la cabeza de la mesa donde se sentaba mi papá, abrí la bolsa y encontré el celular de mi mamá, medicinas y también había un papelito doblado que era la receta de mi mamá y a la vuelta había algo escrito y era un mensaje de mi mamá.
“Mi hijito lindo, la enfermera habló conmigo y me dijo que sería bueno que deje un mensaje: tienes que ser fuerte por tu papá y por mí. Yo siempre te voy a cuidar y voy a estar con tu papá y te vamos a proteger. Cuida mucho a Sofia, mi princesa. Te amo, hijo.”
Ya había amanecido para cuando terminé de llorar. Me fui a bañar y salí a caminar. A comer. A ordenar la casa. A abrir las cortinas. Me inscribí a terapia gratuita por Zoom con una organización de duelo.
Me ofrecí como voluntario en un albergue donde apoyaban a huérfanos por COVID. Ahí conocí a Leo, un niño de 10 años que también había perdido a sus padres. Y entendí que ayudar también me sanaba.
Este año (2025) me gradué. Entregué mi tesis con una dedicatoria especial: “A mis tres estrellas, que me miran desde arriba.”
Trabajo en una fundación que ofrece apoyo emocional a jóvenes en duelo. Doy charlas. Escribo. Acompaño. Y sí, sigo extrañando. Todos los días. Pero ya no me paraliza, ahora lo hago por ellos.
Mi historia es dura, sí. Pero también es prueba de que se puede reconstruir lo que se rompe. No queda igual, hay cicatrices, pero me ayuda a seguir vivo.
Si tú estás pasando por algo parecido.
Permítete llorar. Permítete caer. Pero también permítete levantarte.
Y créeme: tu historia aún no termina.