16/10/2025
Nos vimos por primera vez cuando ella tenía 40 semanas y cuatro días de embarazo. Fue un encuentro virtual porque estábamos ya en la recta final y yo llegaba a subirme al barco en el último instante. La doula con la que habían avanzado la mayor parte del camino les avisó hacia el final del embarazo que no podría acompañarles por cuestiones de salud. La segunda doula, a la que contactaron por recomendación de su médico una semana antes, les había dicho que podría acompañarles siempre que su bebé naciera antes de un viaje que tenía programado. Desde el inicio el plan era que yo entrara en escena solo en el caso poco probable de que el embarazo rebasara las 40.5 semanas, pero no fuera más allá de las 41. En ese escenario habían acordado con el médico programar una cesárea y tenían decidido que no necesitarían una doula dado el caso. En esa estrecha e improbable brecha que se abrió en el tiempo y el espacio, es que vine yo a colarme.
Desde que los vi me encantaron. Entre risas fueron narrando la peripecia de transitar un camino lleno de bifurcaciones. Meontaron cómo su bebida había decidido sentarse en la panza hacia el final del embarazo. Cómo su primer ginecólogo, al detectarlo, les había confesado con franqueza que no estaba capacitado atender partos de nalgas. Cómo intentaron que la niña se volteara haciendo uso de toda clase de recursos… acupuntura, homeopatía, posiciones invertidas, gateo, negociaciones… y cómo nada había funcionado. Cómo contactaron una partera entrenada que les había dicho que los partos podálicos eran bellísimos, pero que ella no podría atender el suyo porque tenía la agenda saturada. Cómo movieron cielo, mar y tierra hasta dar con un ginecólogo que practicaba la versión externa, pero que no consideró prudente realizarla en un embarazo tan avanzado. Cómo les ofreció, sin embargo, atender el nacimiento solo si ocurría antes de rebasar las 41 semanas de embarazo. Y cómo ellos, soltando todo plan y expectativa, simplemente habían ido tomando una tras otra las desviaciones que los llevaron hasta esa videoconferencia conmigo cuando quedaban tan solo un par de días por delante.
No es cosa sencilla sonreír en un escenario como ese, en el que ha quedado demostrado tan fehacientemente que resulta necesario renunciar a cualquier clase de certeza; pero ellos lo hacían… de modo que yo sonreí también y me sumé gustosa a su proyecto. Esperando que las contracciones arrancaran en el breve tiempo que teníamos por delante, les recomendé algunos ejercicios y estrategias para ver si lográbamos convencer a esa niña de nacer.
La madrugada antes del día fijado para programar la cesárea me avisaron que el trabajo de parto había comenzado y todos celebramos. Una noche y un día transcurrieron entre mensajes y contracciones que iban y venían. Yo estaba dispuesta a meterme en mi cama para esperar desde la distancia a que el ritmo del parto terminara de establecerse, pero les pregunté antes si querían que fuera a verles o preferían dejar pasar otro rato. No es que las contracciones estuvieran tan intensas o tan regulares, pero yo me sentía inquieta y ellos también prefirieron que me acercara.
Llegué a su casa entrada la noche; compartían la vivienda con otra pareja que se acercó a saludar, pero que evidentemente les habían cedido el espacio para que ella pudiera entregarse libremente al deambular del parto. Escuchamos el corazón de la bebé que latía rítmicamente, hablamos un poco, sobé su espalda, buscamos algunas posiciones que le permitieran descansar durante las pausas. Y un par de horas más tarde se acercó su médico a revisarla: “Tienes entre uno y tres centímetros de dilatación”, le dijo. Todavía faltaba.
No sé si habrá sido la noticia, o la revisión, o el cansancio… pero la cosa es que la intensidad de se redujo y convenimos que lo mejor era que todos tratáramos de descansar un poco. Regresé a casa y me metí en la cama esperando que el teléfono me despertara en cualquier momento. Y así fue, pero no a causa de un mensaje de ellos, sino de la pediatra que me pedía noticias sobre el avance del proceso. Le respondí entre sueños un par de líneas llenas de errores y me contacté con ellos. Habían logrado descansar, las contracciones seguían espaciadas y la después de hablar con el médico acordaron seguir esperando.
Doce horas más transcurrieron desde ese momento hasta que su doctor pasó nuevamente a revisarla para informarle que la dilatación prácticamente seguía sin progresar. Juntos decidieron que lo mejor sería practicar una cesárea: “por el bien de ambas (…) es mucho tiempo (…) fue consensuada la noticia, y la decisión” me escribió el papá mientras preparaban las cosas para salir al hospital.
Yo quedé pendiente de noticias. Entraron al quirófano tres horas más tarde, sin modificaciones en las condiciones del cuello del útero según me hizo saber el ginecólogo. Evidentemente algo tenía este nacimiento atascado. No necesariamente sucede así cuando los bebés eligen posiciones poco convencionales, pero así ocurrió en este caso. Y la familia tomó, con la mejor de las actitudes, la nueva bifurcación que el camino les planteaba.
“Ya nació. Todo bien”, escribió a media noche la pediatra y compartió un par de fotos en las que se los veía sonrientes, con su bebé en el pecho.
“Apenas estamos despertando de toda la aventura, [la bebé] ya en brazos y conectada a su mama :)” escribió el papá a la mañana siguiente.
“Ya casi en camino a casa. Hoy me siento mucho mejor. Fue una aventura de verdad (…) La bebé está hermosa y nos queda decidir su nombre ya más tranquilos y descansados y ya que le conocimos un poco” escribió ella al otro día.
Y mi corazón siente una enorme alegría por ellos. Porque siempre, al final del camino, esa es la victoria; tener a una familia que se encuentra y se reconoce. Hoy yo escribo para ellos este relato, como los que escribo para cada familia a la que acompaño en el nacimiento. Porque me invitaron a formar parte de esta historia. Porque fui parte de ella aunque no estuviera en el instante del nacimiento. Y porque fue un regalo haber visto a esta embarcación navegar tan suavemente en corrientes tan torrentosas. Bienvenida bebita sin nombre!!! Que sea buena la vida contigo y heredes de tus padres el arte de surfear tormentas.
Mercedes Campiglia Calveiro