10/11/2025
Lo monstruoso en nosotros (mucho texto)
Ya vi la tan esperada película de Frankenstein... y bueno aquí va mucho texto: lo que duele de Guillermo del Toro no son los monstruos. Es descubrir que, frente a ellos, el monstruo somos nosotros.
Cuando vemos a una criatura rechazada —ya sea la de Frankenstein, el anfibio, el fantasma, el niño diferente— hay un punto en que la película deja de ser fantasía y se vuelve espejo. Nos recuerda que en el mundo real no hace falta tornillos en el cuello ni fósforos en los ojos para ser condenado al margen; basta con nacer distinto.
Me recordo mucho a la figura brutal de John Merrick, “El hombre elefante”. Un hombre cuya existencia fue sufrimiento en todos los aspectos: exhibido, humillado, usado como espectáculo. Un ser humano obligado a pedir perdón por ocupar espacio. Es la clase de biografía que, si uno la mira de frente, te hace voltear al cielo con rabia y preguntar: “¿Por qué a él? ¿Por qué así? ¿Dónde carajos estabas, Dios?”
Esa pregunta no es falta de fe: es la sinceridad más honda del alma cuando se quiebra ante el sufrimiento inocente. El horror no está en la deformidad del cuerpo; está en la deformidad del mundo que responde con burla, con asco, con indiferencia. Ahí es donde Del Toro, Mary Shelley, el caso de Merrick y todos los monstruos “ficticios” se cruzan en la misma herida.
Porque el verdadero monstruo no vive en castillos ni en laboratorios góticos. El verdadero monstruo:
sonríe en la oficina mientras suelta un chiste ra***ta.
comparte memes xenófobos “por risa”.
mira con desconfianza al migrante, al moreno, al pobre, al raro.
convierte la diferencia en amenaza, y la vulnerabilidad en motivo de escarnio.
El monstruo auténtico es cotidiano, educado, correcto, “normal”. Se sienta a nuestro lado en el transporte público. A veces nos saluda de beso. A veces, si somos honestos, habla con nuestra propia voz.
Frankenstein, Merrick, las criaturas de Del Toro, todos ellos nos colocan frente a una pregunta incómoda:
si viéramos pasar a uno así por nuestra calle, ¿lo miraríamos con compasión o con curiosidad morbosa?
¿Lo ayudaríamos, o sacaríamos el celular para grabar?
La condena al ostracismo nace justo ahí: en la decisión de apartarse del otro porque no encaja en el molde. Lo llamamos deforme, raro, enfermo, peligroso, impuro, “de otro lado”, “de otra raza”, “de otra clase”. Le quitamos el nombre, como a la Criatura de Frankenstein. Le quitamos la historia. Le quitamos el derecho a ser persona. Y cuando ya está totalmente solo, señalamos sus reacciones como prueba de que “ellos” son el problema.
Racismo, clasismo, homofobia, transfobia, gordofobia, xenofobia: etiquetas distintas para el mismo núcleo podrido.
Lo monstruoso no está en el cuerpo del otro, sino en nuestra incapacidad de verlo como un igual.
¿Y qué nos queda frente a eso?
Porque si todo se reduce a “el mundo es cruel”, solo sumamos cinismo al horror.
La única salida que tiene un mínimo de dignidad es también la más difícil: el perdón.
No un perdón ingenuo que borra la injusticia, ni un “ya no estés triste”. Hablo de ese perdón que nace cuando reconocemos nuestra parte en el daño —el chiste que no detuvimos, la humillación que miramos en silencio, la persona que dejamos sola— y decidimos no seguir alimentando el ciclo.
Perdonar no es justificar al agresor, es negarse a convertirse en él.
Es que la víctima, si puede, no entregue su alma al odio.
Es que el testigo deje de ser cómplice pasivo.
Es romper, aunque sea un milímetro, la cadena que convierte al herido en el próximo verdugo.
Los “monstruos” que amamos en la ficción nos han estado diciendo lo mismo desde siempre:
que lo verdaderamente inhumano no es tener el rostro distinto, el cuerpo distinto, la mente distinta;
lo inhumano es perder la capacidad de mirar al otro y reconocerlo como alguien que siente, que sufre, que desea lo mismo que tú: no ser tratado como basura.
Si hay alguna redención posible para nosotros, no vendrá de crucificar a otro diferente, sino de aprender —tarde, cansados, torpes, llenos de contradicciones— a ver, pedir perdón, y perdonar.
A concederle a cada “monstruo” lo que le negaron a Merrick, a la Criatura, a tantos otros sin nombre: Su lugar en el mundo. Sin jaula. Sin burla. Sin miedo.
(A continuación se adjunta el final de la película Mary Shelley’s Frankenstein de 1994, dirigida por Kenneth Branagh, por ser la versión más trágica y humana de la historia, donde la Criatura llora ante el cuerpo de su creador y ambos son consumidos por el fuego como símbolo del perdón y la redención final.)
El viento del norte soplaba con un silbido prolongado, como si el mundo entero se lamentara.
Sobre la planicie de hielo, el cuerpo de Víctor Frankenstein yacía inmóvil, envuelto en una manta que apenas lograba ocultar la blancura de la muerte. La tripulación del navío se había reunido en torno al cadáver; sus rostros, endurecidos por el frío, miraban hacia abajo con una mezcla de respeto y temor. Uno de ellos sostenía una lámpara que oscilaba con cada ráfaga del viento, proyectando sombras que parecían orar también.
El capitán Walton murmuró unas palabras graves, casi un rezo, y los hombres lo siguieron en un coro bajo que se perdía entre la nieve:
“Que el Señor tenga piedad de su alma…
que la tierra, o el hielo, le concedan reposo.”
A poca distancia, apartado del grupo, la Criatura observaba.
Su enorme figura contrastaba con la pequeñez de los hombres; su piel, marcada por cicatrices, parecía absorber toda la luz del fuego.
Lloraba sin consuelo, pero en silencio. Cada sollozo era un gemido que se disolvía antes de nacer.
El Capitán, al verlo, sintió más compasión que miedo.
Se acercó unos pasos y le habló con voz temblorosa:
—¿Por qué lloras, si él fue quien te condenó?
La Criatura levantó la mirada. Sus ojos, hundidos y rojos, brillaban con una ternura imposible.
—Lloro porque era mi padre —dijo con voz ronca—.
Porque me dio la vida y después me abandonó.
Porque me soñó como un ángel… y me odió por no tener alas.
Los marineros, al escuchar aquella confesión, bajaron sus antorchas.
El fuego crepitó, y el resplandor iluminó a ambos, padre e hijo: uno inmóvil, el otro de rodillas, desgarrado por un dolor antiguo como el mundo.
—Nunca me dio un nombre —continuó el ser—.
Y sin nombre… no hay plegaria que me reclame.
He caminado por la tierra sin voz ni destino,
he amado sin ser amado,
he buscado un reflejo en los ojos humanos,
y solo he hallado miedo.
Las palabras se perdieron entre los rezos del grupo, que continuaba su plegaria por el alma del hombre caído. La Criatura escuchó esas voces, suaves y lejanas, y por primera vez comprendió lo que era rezar sin esperanza.
Se puso de pie con lentitud. Tomó una antorcha y se acercó al cuerpo de su creador.
El viento azotó su rostro, pero no se detuvo.
Encendió la pira. El fuego comenzó a devorar la madera, y las llamas se alzaron como un último aliento.
—Padre… —susurró—.
Te perdono.
Y si existe un Dios…
que Él me mire, aunque sea una vez,
como tú nunca lo hiciste.
El fuego creció, reflejándose en el hielo, en las lágrimas, en el vacío.
Walton quiso detenerlo, pero no se atrevió a mover un solo músculo.
La Criatura dio un paso hacia las llamas.
—Soy tu Adán —gritó con fuerza—.
Y también tu ángel caído.
He conocido el amor solo a través del dolor…
¡Pero fui hombre, aunque solo fuera por un instante!
Entró en el fuego.
Las llamas lo envolvieron con un rugido, como si el cielo y el in****no se hubiesen encontrado sobre el hielo.
Por un momento, el resplandor fue tan intenso que pareció amanecer.
Luego, el viento sopló con furia y cubrió las brasas con nieve.
El Capitán Walton se quedó mirando el vacío donde antes ardía el fuego.
El mar volvió a su silencio.
El hielo, a su pureza.
Padre e hijo, pensamiento y sombra,
quedaron unidos por fin,
fundidos en la única llama
que jamás se extingue: la del arrepentimiento.
Epílogo
Tanto la película de Guillermo del Toro como la versión de los años noventa me conmueven profundamente porque abordan la relación entre padre e hijo desde la herida.
Nos muestran cómo, muchas veces, los padres son una figura negligente, imperfecta, confundida —niños que intentan criar a otros niños—, y cómo, pese a todo, los hijos seguimos buscando su mirada, su reconocimiento, su amor.
Comprendo la conmoción de la Criatura ante el cuerpo de su creador: es el único ser que lo consideró en el mundo, y aun así lo rechazó.
Su acto final, el de perdonar, no es debilidad; es la forma más pura de amor.
En lo personal, esa escena me golpeó en lo más íntimo.
Yo estuve junto al lecho de muerte de mi padre, un domingo por la tarde en casa, hasta su último aliento.
Cerrar los párpados de alguien que ya no está es un gesto que no se olvida nunca.
Por eso siento tanta empatía hacia la Criatura:
porque en su soledad y en su perdón se reconoce algo que va más allá del horror —la necesidad humana de despedirse amando, incluso cuando ya no queda nadie que pueda escucharte.