28/07/2025                                                                            
                                    
                                                                            
                                            La abuela llegó sin avisar, como siempre.
Con su olor a lavanda, a pan recién horneado…
y a verdades que no se dicen, pero se saben.
Entró y vio a su hija corriendo de un lado a otro, sudando la gota gorda con un plumero en la mano.
Escobas, platos, trapos, todo en marcha como si esperara a la reina de Inglaterra.
—“Mamá, qué bueno que viniste… pero no te sientes ahí, que todavía no limpio esa silla.”
La abuela la miró con esa ternura que solo tienen las mujeres que ya se equivocaron mucho…
y aprendieron más.
—“¿Y si mejor salimos a caminar un ratito?”
—“No puedo, mamá. No quiero que veas la casa hecha un caos.”
Y ahí fue cuando soltó la frase que lo cambió todo:
—“Hija… no dejes que tus sartenes brillen más que tú.”
Silencio.
Confusión.
Y entonces, verdad:
—“Yo también creí que ser buena madre era tener la casa impecable. Me pasé la vida ordenando, lavando, recogiendo… y olvidé vivir. Me perdí tus risas. Me perdí juegos. Me perdí momentos. Y ¿sabes qué? Nadie recuerda una casa limpia. Pero sí recuerdan una mamá presente.”
Y con esa confesión, la hija bajó el plumero…
y soltó el llanto.
Porque en ese momento entendió que no le faltaba ayuda…
le sobraba culpa.
Culpa por no ser perfecta.
Por no tener todo en orden.
Por no cumplir con esa absurda exigencia de ser mamá, esposa, ama de casa, profesional… sin despeinarse.
Ese día no se limpió la estufa.
Pero sí se limpió el alma.
Salieron. Caminaron. Rieron.
Y al regresar, la casa estaba igual:
desordenada, sí… pero llena.
Llena de lo que sí importa:
de vida, de amor, de recuerdos.
Porque el polvo…
siempre vuelve.
La vida, no.
Texto tomado de la web