28/07/2025
Después de un fin de semana espléndido, les quedé a deber la REFLEXIÓN DEL VIERNES, Y AHORA LA COMPARTO...
El dolor, la dureza y la frialdad de la palabra DECEPCIÓN.
La palabra "decepción" pesa.
No es solo un término, no es una simple combinación de letras. Es un eco que resuena en lo más profundo del alma, como un susurro que rompe el silencio de una esperanza. DECEPCIÓN. Basta pronunciarla en voz baja para que el aire se vuelva denso, para que el corazón se contraiga como si recordara, de golpe, todos los momentos en los que creímos y fuimos defraudados.
La decepción no llega con estruendo. A menudo camina en silencio, disfrazada de confianza, de amor, de promesas dichas con los ojos brillantes. Y cuando cae, lo hace con una lentitud cruel: primero, el desconcierto; luego, el dolor; después, el vacío. Porque la decepción no es solo la falta de lo esperado, es la pérdida de la fe. Es descubrir que alguien en quien pusiste tu confianza eligió herirte, que un sueño que abrazaste con fuerza se deshizo entre tus manos.
Y duele. Duele porque nace del amor, de la esperanza, del intento sincero de creer en lo bueno. No duele por lo que fue, sino por lo que podría haber sido. Por eso, la decepción no es solo un sentimiento, es una herida que sangra con recuerdos: los gestos sinceros, las palabras bonitas, los planes que nunca se cumplirán.
Pero también, en su crudeza, la decepción tiene un poder transformador. Porque al desgarrar la ilusión, nos devuelve a la realidad. Nos obliga a mirar sin velos, a cuestionar, a sanar. No es un final, sino un despertar. A través de ella aprendemos a amar con más sabiduría, a confiar con más discernimiento, a valorar lo auténtico sobre lo aparente.
La decepción, entonces, no debe ser temida. Debe ser sentida. Llorada. Aceptada. Porque en su dolor hay una enseñanza: que no todas las promesas se cumplen, que no todos los corazones son leales, pero que el nuestro sigue latiendo, aún herido, aún capaz de soñar.
Y eso, quizás, es lo más poderoso: seguir adelante, no a pesar de la decepción, sino con ella. Porque quien ha conocido la profundidad de la desilusión, también conoce el valor de la esperanza verdadera. Y esa, nadie podrá arrebatársela jamás.
¿Y nosotros no hemos DECEPCIONADO a los otros?
En medio del dolor que causa ser defraudado, rara vez encendemos la luz sobre nuestro propio reflejo. Nos aferramos a la herida ajena, a la traición recibida, y olvidamos que también hemos sido, en algún momento, la causa del llanto silencioso de alguien más.
Sí. También hemos fallado. Hemos prometido y no cumplido. Hemos dicho "estaré ahí" y desaparecimos. Hemos mirado con indiferencia mientras otro corazón se quebraba esperando una palabra de consuelo. Hemos herido con nuestro silencio, con nuestra prisa, con nuestra incapacidad de ver más allá de nosotros mismos.
La decepción no es un camino de una sola vía. Es un espejo roto, y cada pedazo refleja una parte de lo que fuimos en momentos de debilidad, de miedo, de egoísmo disfrazado de prudencia.
¿Cuántas veces dejamos de ser quienes prometimos ser? ¿Cuántas veces priorizamos nuestro bienestar sobre el de alguien que confiaba en nosotros? Tal vez no con actos grandes, sino con pequeñas ausencias, con promesas tácitas que nunca cumplimos, con gestos que omitimos porque “no era el momento”… y luego ya no hubo momento.
Reconocerlo no disminuye el dolor que sentimos cuando nos decepcionan. Al contrario: lo humaniza. Nos recuerda que todos cargamos con la sombra de haber fallado, de haber decepcionado. Y que, por tanto, también merecemos perdón. No como excusa, sino como puente.
Porque si la decepción nos enseña algo, es HUMILDAD.
La humildad de saber que no somos perfectos, ni los otros lo son, y que el amor verdadero —el respeto, la amistad, el vínculo auténtico— no se mide por la ausencia de fallas, sino por la capacidad de pedir perdón, de reparar, de seguir caminando juntos a pesar de los tropiezos.
Entonces, cuando el corazón lata por una herida ajena, detengámonos un instante. No para justificar el daño recibido, sino para preguntarnos con honestidad:
¿Y yo? ¿A quién he decepcionado sin darme cuenta? ¿A quién debo una palabra, una disculpa, un abrazo tardío?
Porque sanar no solo consiste en cerrar nuestras heridas, sino en reconocer las que hemos dejado en otros. Y en ese reconocimiento, en esa mirada sincera hacia dentro, nace la posibilidad de volver a construir. No con ilusiones ciegas, sino con amor consciente, frágil, humano… y, por eso mismo, verdadero.
Finalmente.... todos somos imperfectos y hemos sido la causa de las lagrimas de otros, de la tristeza y decepción causada.
Hasta Pronto!
Gabydeas by Gaby Olivera®
Gaby Olivera