
13/07/2025
El velorio estaba lleno.
Ataúd elegante, flores de las caras, mariachis cantando con sentimiento.
Café caliente, pan dulce a reventar. Sobró de todo.
Sobró… porque al mu**to ya no le hacía falta nada.
Una vecina, de esas que no se callan lo que piensan, murmuró bajito, pero con puntería:
—Solo necesitaba compañía en vida, no banquete en su muerte.
El aire se cortó como con cuchillo.
Un par bajaron la mirada. Otros se hicieron los sordos. Pero todos sabían que era cierto.
Uno de los hijos, con los ojos rojos y un pañuelo arrugado, respondió:
—Merecía esto y más…
Claro, lo decía él.
El mismo que hacía una semana le mandó un mensaje a su padre diciendo:
“Ando a las carreras, luego te marco.”
Ese “luego” nunca llegó.
Y así fue toda la vida.
El hombre vivía solo desde que enviudó. Más de setenta años, una pensión que apenas alcanzaba, y una rodilla que dolía más que la soledad.
Pedía poco: una visita de vez en cuando, una llamada, que lo llevaran por la despensa o que alguien le alcanzara un suero cuando la gripe lo tumbaba.
Pero siempre había algo más urgente.
Siempre algo “más importante”.
Hasta que un día no respondió el teléfono.
Tampoco abrió la puerta.
Y ya era tarde.
Lo encontraron solo, sin comida en la alacena, sin nadie que le sostuviera la mano cuando se iba.
Ah, pero para el funeral… ahí sí hubo de todo.
Ahora sí había tiempo, flores, comida, música, lágrimas.
Porque para enterrar a alguien, sí se organizan.
Pero para acompañarlo en vida… nunca hay prisa.
La verdad duele:
Hay velorios donde sobra la comida,
pero el difunto pasaba hambre en vida.