09/12/2021
Una persona llega a terapia, por lo general buscando una solución a un malestar. La persona viene con una comprensión determinada de su malestar que está en función de creencias, temores y preconcepciones, que a su vez están vinculados con ideas e ideales que sostiene la sociedad en que vive.
Nuestra vida diaria por lo general no nos demanda más que un mínimo necesario de atención, al grado de que muchas de las acciones que realizamos las hacemos de forma prácticamente automática. Esto hace que muchas partes de nuestra vida transcurran como eventos sin un significado más profundo que aquél que se nos muestra en primera instancia. Al mismo tiempo, esto nos permite dedicarles atención a otras áreas específicas: el trabajo, la familia, la pareja, el estudio, etc. Así, damos prioridad a ciertas cosas, a costa de descuidar otras.
El tratamiento psicoanalítico exige del paciente una sola tarea: que diga todo cuanto acude a su consciencia, sin importar si ello es considerado ilógico, vergonzoso o irrelevante. Esto al principio puede parecer sencillo, pero eventualmente emergen contenidos en el relato de los pacientes que son rápidamente descartados con frases como “no, es que no quería decir eso”, “es sólo algo que digo”, “eso no tiene importancia”. Y es aquí donde surge una nueva exigencia para el paciente: que atienda aquello a lo que comúnmente no le da importancia.
Las exigencias de nuestra vida diaria nos permiten sostener una imagen del mundo relativamente estable, pero lineal o superficial, que depende del mantenimiento de ciertas apariencias (por ejemplo, bajo la forma de normas de conducta social). Para sostener esta imagen, es necesario hacer un trabajo de edición, de censura, de represión, que mantenga fuera de la consciencia aquellas ideas y sentimientos que entran en conflicto con lo que (hemos llegado a creer) es bueno, correcto y adecuado.
Y es que aquello que es rechazado, no deja de existir: continúa vigente y activo bajo formas que escapan a la percepción consciente. De ahí que se le llame “inconsciente”. Es justamente ahí donde, para el psicoanálisis, reside el núcleo del malestar psíquico: en un conflicto entre algo (un deseo, una idea, un sentimiento) que busca (o en algún momento buscó) llegar a la consciencia, pero que por algún motivo le fue negada esa manifestación.
Lo inconsciente no es reprimido y nada más, sino que constantemente busca alcanzar la consciencia. Y el yo intenta defenderse contra ello. Sin embargo, pese a los esfuerzos del yo, a veces partes de eso inconsciente (eso sí, distorsionadas, deformadas, modificadas) pueden lograr expresarse: los equívocos, lapsus, olvidos y sueños son algunas de sus manifestaciones.
He aquí, entonces, que la nueva exigencia que el tratamiento demanda del paciente, es que éste atienda aquello que normalmente desatiende en su vida. Desde la visión lineal y superficial de la realidad, se busca mantener y fortalecer esta separación (entre correcto e incorrecto, bueno y malo, productivo e improductivo). El psicoanálisis, por su parte, invita a que el paciente se pregunte acerca de esta visión de la realidad, a través del planteo de la posibilidad de que, quizás, la totalidad de las cosas no es aquella que se presenta a nuestros sentidos o que dicta el sentido común. Que tal vez hay una dimensión personal, privada, íntima, que tiene qué ver con lo que le está sucediendo.
En pocas palabras: la experiencia del psicoanálisis es una experiencia de apertura. En lugar de reiterar una visión del mundo lineal y rígidamente causal, el psicoanálisis posibilita la apertura a una comprensión más compleja, pero al mismo tiempo más rica, de las relaciones entre uno y el mundo que le rodea.