04/06/2025
- Negar las diferencias es atentar contra la armonía
- Se ridiculiza lo tradicional como si fuese “esclavitud” . Y se glorifica lo moderno como si fuese “virtud”
Vamos a hacer una crítica a este texto que parece muy acertado pero está lleno de errores, el texto dice:
"Últimamente, a Farid Dieck y Jessica Fernández los están criticando por algo tan simple como intercambiar roles.
Ella dijo que no quiere tener hijos porque quiere viajar y dar conferencias. Él respondió que está dispuesto a cuidar y que su sueño es ser papá.
¿Y qué pasó? A ella la llamaron egoísta. A él, “simp”.
¿Pero no es eso lo que hemos visto toda la vida, solo que al revés?
Ellos trabajando, cumpliendo sus sueños, creciendo profesionalmente… y ellas quedándose en casa, criando, cuidando, sosteniendo todo. Eso sí se aplaude, eso no incomoda. Eso es “lo normal”.
Pero cuando una mujer quiere hacer su vida y un hombre se ofrece a cuidar, ahí sí todo arde. Porque el problema nunca ha sido lo que se hace, sino quién se atreve a hacerlo.
Lo que molesta no es la decisión, lo que molesta es que una mujer tenga la libertad de elegir y un hombre no se avergüence de cuidar."
Este tipo de discurso —tan común hoy entre los influencers de la sensibilidad posmoderna— parece muy progresista, muy disruptivo, muy valiente… pero en realidad encubre un problema filosófico, antropológico y moral de fondo: la inversión del orden natural de los sexos y la celebración del individualismo como principio absoluto. No es simplemente una anécdota de “ella quiere dar conferencias” y “él quiere ser papá”; es un síntoma de una cultura que ha perdido de vista lo que significa ser hombre, ser mujer, y construir una familia fundada en la entrega y la complementariedad, no en los caprichos del ego.
Empecemos con la premisa básica: ¿por qué alguien llamaría “egoísta” a una mujer que no quiere tener hijos porque quiere viajar? Porque —aunque la sociedad ya no lo entienda— la vocación natural de la mujer incluye la maternidad, no como obligación impuesta, sino como una capacidad inscrita en su cuerpo y alma, una disposición interior hacia el cuidado, la protección, la acogida del otro. Rechazar la maternidad no es pecado en sí mismo, claro está, pero hacerlo con una actitud de desdén o superficialidad (“prefiero viajar que criar”) sí suena, por lo menos, como un desprecio a un bien mayor. Y cuando se exhibe con orgullo, como si fuera un logro revolucionario, eso duele en una sociedad rota por generaciones de niños no deseados, hogares desintegrados y adultos emocionalmente huérfanos.
Por otro lado, el problema con aplaudir sin matices que un hombre diga que quiere “quedarse a cuidar” no es que sea intrínsecamente malo —porque el padre también cuida, también ama, también cambia pañales y arrulla—, sino que aquí se está usando el término “cuidar” como contraposición a “trabajar”. Como si ser padre significara abandonar la misión de proteger y proveer. Como si bastara con estar en casa para ser un buen hombre. No. El varón está llamado a ser cabeza del hogar no como jefe tiránico, sino como custodio amoroso, guía firme y roca sobre la cual descansa la familia. Su autoridad es servicio, pero no por eso desaparece. Renunciar a la responsabilidad de liderar con fortaleza para simplemente “acompañar” como espectador pasivo no es ternura: es abdicación.
La frase “eso lo hemos visto toda la vida, solo que al revés” revela el problema central del pensamiento igualitarista: asumir que todo debe ser simétrico, como si hombre y mujer fueran piezas intercambiables. Pero no lo son. Y no lo decimos por nostalgia patriarcal, sino por realismo. Porque negar las diferencias es atentar contra la armonía. La mujer tiene una fuerza interior distinta, una inteligencia emocional más fina, una sensibilidad maternal que el varón no posee en el mismo grado. El hombre, por su parte, está naturalmente orientado hacia la exterioridad, la conquista, el sentido del deber y el sacrificio viril. Por eso, cuando se invierten los roles sin sabiduría, el resultado no es equidad, sino caos.
La frase final del texto es quizá la más reveladora: “Lo que molesta es que una mujer tenga la libertad de elegir y un hombre no se avergüence de cuidar.” Aquí se invierte la lógica completamente. El problema real es que hemos absolutizado la “libertad de elegir” como si fuera el criterio supremo de la moral. Pero la libertad no es un fin, es un medio. Y cuando se usa para rechazar el bien objetivo, deja de ser libertad y se convierte en extravío. La verdadera libertad no es hacer lo que uno quiera, sino elegir el bien al que uno está llamado.
Y claro, se aplaude a la mujer que sacrifica todo por sus hijos porque ese sacrificio es noble, es fecundo, es generoso. No es que la sociedad la oprima; es que sabe, en lo más hondo, que ahí hay una grandeza silenciosa. Del mismo modo, al hombre que trabaja sin descanso por amor a los suyos, no se le debe despreciar como “machista proveedor”, sino honrar como protector y pilar. Lo que molesta de estos nuevos discursos no es que se proponga una alternativa a lo tradicional, sino que se ridiculice lo tradicional como si fuera esclavitud, y se glorifique lo moderno como si fuera virtud.
En suma, esta narrativa no busca justicia ni armonía. Busca normalizar el egoísmo disfrazado de libertad, la inversión de roles disfrazada de igualdad, y el colapso del orden natural disfrazado de evolución cultural. Y como en toda mentira moderna, comienza con una aparente sensibilidad y termina socavando lo más sagrado: la verdad del hombre, la belleza de la mujer y el sentido profundo de la familia.