
04/09/2025
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A veces las señales que nos envía el universo para ayudarnos a encontrar nuestro camino pueden golpear fuerte, como un meteorito. En algún momento, estas fuerzas nos acorralan, pero esa turbulencia es lo que, al final del día nos permite descubrir cuál es nuestro lugar en el mundo, y quiénes somos en realidad.
En el año 2012 llegó mi hija a mi vida. La maternidad me sorprendió con muchos retos y expectativas pero, sobre todo, con la ilusión de poder verla crecer y desarrollarse, de tener ese tipo de vida plena que muchas nos imaginamos al momento de dar a luz. Pero con ese nacimiento fabuloso, también llegó el meteorito. De pronto, mi vista ya no era la de siempre, mi mirada enfocaba luces y flashazos que, en conjunto con los cambios hormonales que experimentaba en la etapa post-parto, comenzaron a hacer mella en mi salud y por ende, a causar una bola de nieve de preocupaciones.
Al principio el diagnóstico apuntó al estrés de la maternidad, para todos los doctores parecía obvio. Pero el problema se fue agravando a tal grado que la posibilidad de perder la vista se hizo real e ineludible. El 15 de Noviembre del 2013 fui diagnosticada con el síndrome de Vogt-Koyanagi-Harada, una enfermedad autoinmune que amenazaba con atacar no solo mis ojos, sino mi piel, mis oídos y finalmente, mi médula espinal. El meteorito fue devastador.
Lo que siguió a eso fue una sucesión de medicamentos, hospitalizaciones y preocupaciones que me mantenían alejada de mi hija. Todo eso devino en mucha carga emocional hasta que, en el 2014, decidí buscar maneras de aclarar mi mente. Me di cuenta de que si mi situación se agravaba consecuencia del estrés, entonces tenía que trabajar en formas de calmar esos picos de preocupación. Me refugié en el pilates y el yoga.