25/09/2025
¿Sigue teniendo sentido llamar a la adicción una “enfermedad cerebral”?
24/09/2025
El neurocientífico Marc Lewis, por ejemplo, ha propuesto que dichos patrones se arraigan no tanto por daño cerebral, sino por la falta de acceso a fuentes alternativas de recompensa –relaciones significativas, oportunidades educativas o empleo estable–. Esta es solo una de varias explicaciones complementarias que no dependen de anomalías cerebrales irreversibles para dar cuenta de la adicción.
El modelo de enfermedad cerebral buscaba eliminar de una vez por todas el estigma que rodeaba a la adicción: la ciencia demostraría que se trata de una disfunción cerebral, no de un defecto de carácter.
Al mismo tiempo, introdujo una nueva forma de explicar la adicción, como una condición crónica y recurrente causada por alteraciones en la estructura y función del cerebro.
Surgió de un cambio cultural más amplio que comenzó en la década de 1960 y culminó en los años noventa con la llegada de las técnicas de neuroimagen, que dieron cada vez más protagonismo a la neurociencia en la comprensión de los trastornos mentales.
Este modelo influyó en las prioridades de investigación en todo el mundo. Se esperaba que descifrar las causas biológicas de la adicción llevara a tratamientos más efectivos, incluidas intervenciones dirigidas a procesos neurobiológicos o neuroquímicos específicos.
Casi tres décadas después, es importante evaluar si este modelo ha cumplido sus promesas. ¿Sigue siendo el mejor enfoque para entender la adicción? ¿Justifican sus resultados haber educado a generaciones enteras de pacientes, familias y clínicos a verla principalmente como un problema de patología cerebral individual?
Al despojar a ese concepto de sus elementos espirituales y morales, el modelo de enfermedad cerebral buscaba eliminar de una vez por todas el estigma que rodeaba a la adicción: la ciencia demostraría que se trata de una disfunción cerebral, no de un defecto de carácter
La respuesta corta es que no lo ha hecho. Tras innumerables estudios que hallaron diferencias neurobiológicas débiles entre personas con trastornos por consumo de sustancias y aquellas sin ellos, no se han identificado biomarcadores fiables para el diagnóstico, el pronóstico o el tratamiento personalizado.
Los tratamientos más efectivos para la adicción son de tipo psicosocial –incluyendo grupos de apoyo entre pares y terapia– o se desarrollaron mucho antes de que surgiera este modelo. Por ejemplo, la FDA aprobó la metadona para el trastorno por consumo de opioides en los años 70, y la naltrexona en los 80. La buprenorfina fue aprobada a principios de los 2000, justo cuando el modelo ganaba fuerza, pero sin relación directa con él.
Investigaciones recientes muestran que aceptar este modelo no reduce de manera sustancial el estigma en la población general, ni disminuye el apoyo a respuestas punitivas frente a la adicción. En algunos casos, la idea de que alguien “tiene una enfermedad cerebral” podría incluso reforzar el estigma, alimentando el pesimismo sobre las posibilidades de recuperación y reduciendo la sensación de agencia personal.
Medicalizar una condición no la desestigmatiza automáticamente; de hecho, las etiquetas de enfermedad pueden ser en sí mismas altamente estigmatizantes, como se observa en condiciones como el VIH/Sida.
Tras innumerables estudios que hallaron diferencias neurobiológicas débiles entre personas con trastornos por consumo de sustancias y aquellas sin ellos, no se han identificado biomarcadores fiables para el diagnóstico, el pronóstico o el tratamiento personalizado
Pero incluso estos elementos básicos han sido cuestionados. El grado de pérdida de control en la adicción ha sido puesto en duda, pues los síntomas responden notablemente a intervenciones psicosociales.
El manejo de contingencias, por ejemplo, que utiliza el refuerzo positivo para incentivar la abstinencia, es altamente efectivo en diversos trastornos por consumo y sigue siendo el tratamiento de primera línea para aquellos sin medicamentos aprobados, como los trastornos por consumo de estimulantes.
A diferencia de enfermedades cerebrales paradigmáticas como el cáncer cerebral, la adicción puede modificarse por el deseo de mejorar. Y aunque los trastornos por consumo pueden ser crónicos y difíciles de tratar, también existe evidencia de que muchas personas se recuperan sin recaídas. Estos hallazgos desafían la idea de la adicción como inherentemente crónica y recurrente.
Además, los cambios cerebrales asociados con la adicción no han demostrado ser lo suficientemente fiables ni específicos como para tener valor clínico. Actualmente, no existe una “firma neural” que permita distinguir con certeza el cerebro de una persona con adicción del de una sin ella. Algunos defensores del modelo sostienen que, con suficiente tiempo y recursos, la neurociencia ofrecerá conocimientos mecanicistas y mejores tratamientos. Sin embargo, tras décadas de investigación intensiva, ese optimismo parece poco realista.
Pero ningún científico discute seriamente que el cerebro está implicado en la adicción (o en cualquier trastorno mental), de modo que este argumento resulta trivial. Reconocer que toda actividad mental implica actividad cerebral, sin identificar disfunciones específicas, consistentes y tratables, no mejora la comprensión ni el tratamiento de la adicción. Esta visión amplia implicaría además que cualquier proceso que dé lugar a síntomas a través de mecanismos neurobiológicos calificaría como enfermedad cerebral. Sin embargo, eventos vitales negativos como una separación o una pérdida también pueden detonar síntomas depresivos mediante cascadas neurobiológicas, y nadie consideraría estos eventos una enfermedad cerebral.
Algunos investigadores han sugerido que esos cambios cerebrales podrían no indicar una patología cerebral en sí, sino el reflejo de procesos normales de aprendizaje que se desvían a nivel conductual.
Seguir presentando la adicción principalmente como un problema cerebral individual oscurece los factores sociales más amplios que intervienen, como la pobreza, el racismo sistémico y la desigualdad. Basta con observar la epidemia de opioides en EE.UU.: las fuerzas principales que la impulsaron fueron sociales y estructurales, no biológicas ni individuales, incluyendo la agresiva mercadotecnia farmacéutica y la desindustrialización. Esto sugiere que las respuestas efectivas a la adicción requieren abordar las condiciones estructurales que generan y sostienen la vulnerabilidad, en lugar de buscar una patología cerebral aún no identificada.
En la búsqueda de avances científicos, no deberíamos olvidar lo que ya sabemos que ayuda en la vida de las personas: acceso gratuito e incondicional a tratamiento médico y psicológico, vivienda estable y apoyo comunitario para combatir la soledad. La evidencia respalda estas medidas, pero siguen siendo insuficientemente implementadas.
Autoras:
Chrysanthi Blithikioti es investigadora posdoctoral en el Departamento de Psicología General de la Universidad de Padua, en Italia, especializada en psicología y neurociencia. Su trabajo se centra en evaluar intervenciones psicosociales en los trastornos por consumo de sustancias y trastornos psicóticos, con el objetivo de mejorar los resultados en salud mental a través de enfoques basados en la evidencia.
Ioana Alina Cristea es profesora asociada de psicología clínica en el Departamento de Psicología General de la Universidad de Padua, en Italia. Su trabajo aplica la meta-investigación –métodos que estudian cómo se planifica, conduce y reporta la investigación– a preguntas de relevancia clínica, como cómo desarrollar, mejorar o evaluar de manera más sólida los tratamientos en salud mental.