30/09/2025
En 1935, mientras la Gran Depresión dejaba a Estados Unidos sumido en el hambre y el desempleo, en las montañas de los Apalaches surgió un ejército silencioso. No llevaba fusiles ni bayonetas, sino alforjas llenas de libros.
Se las conocía como las Mujeres del Libro. Eran hijas de mineros, madres jóvenes, viudas. A caballo o en mula, atravesaban barrancos, ventiscas y caminos imposibles con un propósito simple y poderoso: llevar palabras a los que ya no tenían esperanza.
Semana tras semana recorrían entre 160 y 320 kilómetros, cargando novelas, almanaques, recetarios y revistas desgastadas. En las casas más pobres, los niños esperaban en los porches, ansiosos por escuchar historias que los arrancaran, aunque fuera por un instante, del hambre. Las esposas de los mineros copiaban recetas imposibles, agregando en los márgenes anotaciones esperanzadoras como si los ingredientes fueran a aparecer algún día. Los agricultores estudiaban los mapas meteorológicos de aquellos libros viejos, soñando con la lluvia que salvaría sus cosechas.
Cuando el programa terminó en 1943, en plena guerra, habían entregado más de 100.000 libros a 100.000 personas.
No eran solo bibliotecarias. Eran portadoras de vida.
Porque en tiempos de desesperación, también los libros alimentan.
La Gran Depresión dejó cicatrices de hambre y dolor.
Pero también nos legó la memoria de mujeres que cabalgaron entre tormentas con un tesoro distinto: historias que mantuvieron viva el alma de un pueblo.