11/09/2020
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Todas las mañanas, al salir el sol, un sentimiento de descreimiento absoluto en los seres humanos me agobiaba. No estaba segura de nada ni de nadie, y esto era, sin dudas, el peor efecto residual de la ficción que Gabriel había compuesto para mí. ¿Cómo saber si aquellos a los que recién conocía no me estaban engañando? ¿Y si eran exactamente lo contrario a lo que mostraban ser? En el pasado actuaba según lo que veía. Por supuesto entendía que todos guardaban cosas para sí, que la privacidad era un derecho, que no todo tenía por qué ser público. Sin embargo, luego de haber sido testigo de hipocresías aterradoras, desconfiaba de cualquier ser bípedo. No sabía si esa catequista virtuosa no adoraba, en realidad, a satán en elaboradas misas negras; si ese abogado por los derechos humanos no golpeaba salvajemente a su mujer en la intimidad; o si mi carnicero no andaba matando los gatos del barrio y los ponía en la carne picada que sus clientes terminaban comiendo.
Cuando esas inquietantes preguntas me paralizaban, me obligaba a caminar, a extender uno a uno todos los tendones que ya no sentía. Una tarde especialmente confusa tomé una bolsa con calzado que tenía para reparar y salí. El sol pegaba fuerte sobre las veredas, y mientras consideraba como primera medida volverme vegetariana, seguí avanzando por la avenida hasta Jufré. Un chico alto caminaba hacia mí, tenía ojeras de siglos y magullones en las piernas. Desde la distancia podía oler mugre. Su mandíbula era filosa; la nariz, pequeña. Su rostro tenía facciones antiguas, de ícono bizantino. Caminaba a los tumbos, intoxicado con paco hasta la médula. Al llegar a un metro de donde me encontraba, lo miré a los ojos y le deseé buen día. Él se rio con los pocos dientes que le quedaban e hizo un firulete con su mano. Nuestros dedos casi se tocaron. Sentí una pequeña chispa de electricidad. ¡Qué hermosas pupilas!, pensé. Tenían un centro sano, incorruptible. Ambos continuamos nuestros caminos en direcciones contrarias. Él dejo de zigzaguear, yo me fui liviana, como saltando a la soga o jugando al elástico.
¿Y si fuera un ángel que observa con tristeza todos nuestras trampas y deserciones? Nada es lo que parece. ¿O lo es? ¿Cuándo voy a volver a ver las cosas con claridad?
De "Holograma" de Analía Daporta.
Todos los derechos reservados
ISBN 978-987-4999-23-8