27/09/2025
Un padre se arrodilla frente a su hijo para acomodarle la camisa. Desde fuera parece un gesto cotidiano; por dentro, encierra una lección que no cabe en ningún libro. Mientras abrocha el botón, le habla en voz baja:
—Hijo, en la vida hay que intentar ser el mejor, pero nunca creerse el mejor.
El niño lo mira con curiosidad, aun sin comprender del todo. El padre prosigue:
—Ser el mejor no es vencer a otros, sino superar al que fuiste ayer. Es aprender de cada tropiezo, levantarte con disciplina y seguir creciendo incluso cuando creas que ya sabes suficiente. Creerse el mejor es distinto: es cerrar la puerta al aprendizaje y permitir que el orgullo te robe oportunidades.
Entonces el padre recuerda sus propios errores: los días en que creyó tener todas las respuestas, el amigo que perdió por no escuchar, el negocio que fracasó porque pensó que nadie podía enseñarle nada. Cada caída le mostró lo mismo: la humildad abre puertas que el orgullo siempre cierra.
—El mundo pondrá pruebas en tu camino —continúa—. Siempre habrá alguien más fuerte, más talentoso o con más recursos. Y está bien, porque nos recuerda que cada persona trae algo que podemos aprender.
Le ajusta el cuello de la camisa, le sonríe y concluye:
—Trabaja duro, sueña más allá de tus miedos y esfuérzate cada día. Pero cuando lleguen los aplausos, recuerda que la verdadera grandeza no está en el reconocimiento, sino en la forma en que tratas a los demás. La humildad es la marca de los grandes.
El niño asiente en silencio. Quizá aún no lo entienda por completo, pero en su corazón queda encendida una chispa: una verdad que crece con el tiempo hasta volverse carácter.
Porque ser el mejor no es un trofeo, ni un título, ni la cima de una montaña. Ser el mejor es un camino: levantarte, respetar, agradecer y no permitir que el orgullo te haga olvidar que todos seguimos aprendiendo. Y el verdadero triunfo no se mide por las palmas que recibes, sino por tu capacidad de mantener el corazón sencillo, incluso cuando la vida decida ponerte en lo más alto.