26/08/2025
Estoy convencida de que la vida siempre nos regala Amor, en cualquiera de sus versiones.
Ojalá les guste tanto como a mí......
Ella era solo mi nuera… hasta que un día todo cambió
Un invierno, caí gravemente enferma. El único ser humano que cruzó la puerta para ayudarme fue mi nuera, Lucía. Durante siete días seguidos, trajo fruta fresca, cocinó un caldo de pollo humeante, me dio de comer con cuchara, limpió la casa y se marchó sin hacer ruido, como si temiera despertarme.
Yo no salí de mi habitación en todo ese tiempo; no tenía fuerzas ni para incorporarme. Pero al octavo día, conseguí levantarme y caminé lentamente hacia el salón. Y allí me quedé, apoyada en el marco de la puerta, sin poder creer lo que veía.
La habitación, que recordaba oscura y desordenada, estaba ahora llena de luz. Cortinas blancas y ligeras ondeaban con la brisa de la ventana abierta. En el alféizar había violetas frescas — mis flores preferidas desde joven. En la mesa, un mantel bordado a mano y un pequeño tarro de miel con frutos rojos secos. Todo estaba limpio, como si alguien hubiera encendido un fuego invisible que lo llenaba todo de calor.
Pero lo que más me conmovió fue ver, sobre el sofá, una foto mía del día de mi boda, en un marco reluciente. Debajo, un pequeño papel escrito a mano:
"Eres importante. Incluso cuando crees que estás sola."
Me senté en silencio, con el papel entre las manos, sintiendo que en esas palabras cabía todo el cariño que había recibido… y perdido.
Cuando mi hijo Javier me presentó a Lucía cinco años atrás, yo la recibí con frialdad. No por maldad, sino porque era una mujer cansada, viuda, que había criado sola a su hijo. Temía que ella me lo arrebatara. Y, en cierto modo, lo hizo: desde que apareció en su vida, él se volvió más distante.
Lucía intentaba acercarse, pero yo me mantenía cerrada. No la invitaba a mi cocina, no la llamaba para charlar, ni agradecía sus detalles. Cuando se fueron a vivir por su cuenta, suspiré aliviada. Javier venía poco y yo la culpaba a ella.
Pero cuando me vi una semana entera entre la vida y la muerte, sin llamadas de amigas ni visitas de vecinos, fue Lucía la que estuvo ahí.
Cada día.
Al noveno día, marqué su número.
— ¿Lucía? — dije con voz temblorosa. — ¿Podrías venir a verme?
— Claro, ya estoy cerca.
A los veinte minutos estaba en mi puerta con un paquete de fruta y un termo de caldo caliente. Abrí y me eché a llorar. Ella me abrazó en silencio, fuerte, como si fuera su madre de verdad.
— ¿Por qué has hecho todo esto por mí? — le pregunté mientras tomábamos café.
— Porque yo también estuve sola alguna vez — respondió — y sé lo que es necesitar el calor de alguien y no recibirlo.
Sus palabras se clavaron en mí como un clavo que sujeta una lámpara: duele, pero da luz.
Un mes después, supe que Javier no la llamaba. Me confesó en voz baja que estaban separados.
— ¿Y por qué no me lo dijiste? — pregunté.
— Porque estabas enferma. Y porque todavía lo amo.
En ese momento sentí más compasión por ella que por mi propio hijo. Sin darme cuenta, Lucía se había convertido en alguien más cercano que mi propia sangre.
Empezó a venir cada fin de semana. Cocinábamos, horneábamos bizcochos, le enseñé a hacer punto. Entre semana me sorprendía echándola de menos.
Una noche, un dolor en el pecho me hizo llamar a emergencias. Ella llegó antes que la ambulancia.
— Estoy aquí, mamá — me dijo por primera vez.
"Mamá".
Esa palabra no era un título, era un abrazo.
Desde entonces, dejó de ser solo la mujer de mi hijo. Fue mi familia. Mi hija del corazón.
La primavera siguiente se mudó conmigo. Plantamos rosales, fresas y lavanda en el jardín. Volví a sentirme viva. Un día, regando las flores, me confesó:
— Hace unos años estaba embarazada de Javier… pero lo perdí.
No supe qué decir. Solo le tomé la mano.
Ese verano me llevó a la costa. Hacía más de veinte años que no veía el mar. En la terraza, al amanecer, con una taza de té, le dije:
— He vuelto a respirar.
Ella sonrió:
— Y yo… a vivir.
Cuando Javier volvió a llamar en otoño, le dije con calma:
— No estoy sola. Lucía es mi familia.
El tiempo siguió su curso. Mi salud empeoró, pero nunca volví a sentirme abandonada. Ella estaba siempre allí, con una taza de manzanilla o un cuenco de sopa, con una manta en los días fríos, con sus manos cálidas sujetando las mías.
Un día escribí una carta y la escondí en mi cómoda:
"Querida Lucía,
Gracias por tu bondad, por tu paciencia y por el amor que no merecí pero recibí.
Si pudiera vivir mi vida otra vez, te aceptaría desde el primer día como mi hija.
Ojalá la vida te regale a alguien que te ame como tú mereces.
Con amor,
Mamá."
No sé cuánto tiempo me queda. Pero cada mañana, cuando abro los ojos y la veo preparando café en mi cocina, sé que la vida me dio un regalo: un día, en el momento más oscuro, ella llegó…
y se quedó.
Escritos, insomnio y café