28/06/2025
Los sábados en el consultorio tienen su propio ritmo. La ciudad parece moverse en cámara lenta y el sol entra distinto por las ventanas, como si supiera que ese día se respira de otra forma. La primera paciente llegó puntual, con su conversación intensa, su mirada directa y esa mezcla entre vulnerabilidad y valentía que tanto admiro. Salió casi diez minutos después de la hora —porque a veces cuando algo importante se dice, no hay cronómetro que valga—, y yo me preparé para recibir a la siguiente.
Pero no llegó.
Pasaron cinco, diez, quince minutos. Silencio. Revisé el celular como quien revisa una promesa no cumplida. Nada. Ni un mensaje, ni una excusa, ni siquiera un emoji culpable. Nada.
Y ahí estaba yo, con una hora libre que no pedí, en medio de una jornada que aún no terminaba. Después de ella, tenía tres citas más. Lo cual hacía que este respiro inesperado se sintiera raro. No era descanso. Era… pausa. Una pausa sin música, sin explicación.
Me quedé sentada en el consultorio, en silencio, con mi café aún tibio. Al principio, hice lo típico: revisé correos, contesté mensajes pendientes. Pero después me rendí. Cerré el celular y miré alrededor.
La luz entraba por las persianas blancas con una delicadeza que pocas veces me doy tiempo de notar. La planta del rincón —esa que siempre creo que se me va a morir— tenía una hoja nueva, chiquita, verde brillante. Me reí. Tal vez mi falta de atención es justo lo que la está ayudando a sobrevivir.
Entonces me puse a imaginar. ¿Qué habría pasado con mi paciente? ¿Se le atravesó algo urgente? ¿Tuvo un momento de claridad tipo película de domingo y decidió que ya no necesita terapia? ¿O simplemente se quedó dormida después de una semana agotadora, como quien por fin se rinde al cansancio?
Cualquiera que fuera la razón, su ausencia me trajo una presencia que no siempre escucho: la mía. Me descubrí cómoda en mi propio espacio. Miré mis libretas, mis libros, la silla vacía frente a mí. Pensé en todo lo que normalmente no pienso porque estoy ocupada pensando en los demás.
Y así, entre sorbos de café y pensamientos sueltos, caí en cuenta de algo: no fue una hora perdida. Fue una hora en la que nadie me necesitó, y eso, en esta profesión, a veces es un regalo disfrazado.
A las 11:22, justo cuando me disponía a ponerle título mental a esta experiencia (“Meditación improvisada en tres actos y una hoja nueva”), sonó el timbre. Mi siguiente paciente llegó, con sus palabras esperando turno.
Respiré hondo, me estiré un poco, sonreí.
La pausa terminó. El día seguía. Y yo también.
-Berenice Amador-