29/10/2025
Nuestra vecina lleva más de cuarenta años aguantando a su marido. El hombre tomaba, la engañaba, nunca llevaba dinero a la casa… y ella, como si trajera una medalla de “mártir del año”, presumía que había logrado mantener unida a la familia gracias a su “paciencia y fortaleza”.
Un día se llevó a los niños al bosque a buscar hongos. Era otoño, de esos fríos y grises. Lloviznaba sin parar, el agua se metía por el cuello del suéter y lo empapaba hasta hacerlo parecer un trapo. El suelo estaba lleno de lodo, los pájaros chillaban, los niños lloraban y pedían regresar, escondiendo las manos en las mangas del abrigo. Volvieron cansados, helados, con los pies empapados… pero felices: habían juntado un costal entero de hongos blancos preciosos. Ella pensaba en todo lo que podría hacer: sopas, guisados, empanadas…
Apenas entraron a la casa, el marido empezó a gritarle porque la cena no estaba lista. Ella, temblando de cansancio, puso una sartén al fuego. Entonces él, completamente fuera de sí, se metió con las botas puestas a la tina donde estaban los hongos y comenzó a pisarlos con furia.
Los niños gritaban y trataban de detenerlo, pero él disfrutaba el momento: levantaba las pesadas botas de hule y seguía aplastando las setas hasta hacerlas puré.
Y así fue toda su vida: una historia de gritos, ofensas y aguante.
Hoy esa mujer llora diciendo que nunca conoció la felicidad: ni un pastel tranquilo, ni un abrigo bonito, ni un día en paz.
Sus hijas ya crecieron, se fueron de casa. Casi no llaman, y cuando lo hacen es para reprocharle las heridas de la infancia y las sesiones con el psicólogo que aún necesitan. Le dicen que no pueden tener pareja porque en cada hombre ven un tirano. Ella, entre lágrimas, se defiende:
—Yo solo quería que tuvieran un padre.
Y ellas contestan:
—¿Cuál padre, mamá?
Ella corta la llamada y va a atender a su marido. Ahora él está postrado, y ella lo alimenta con cuchara, lo voltea, lo limpia y se consuela repitiendo: “Dios soportó y nos manda soportar”. Sin darse cuenta de que hay sufrimientos que curan… y otros que destruyen.
Hay cosas que vale la pena aguantar: un parto, un dolor profundo, las noches sin dormir con un bebé enfermo, los berrinches de un adolescente, una larga fila o el tráfico. Eso sí. Lo que no podemos cambiar, se soporta.
Pero todo lo demás debe cambiarse:
El maltrato, la infidelidad, la humillación, la mentira, el trabajo que enferma, la relación que apaga. Si algo te duele y puedes transformarlo, hazlo. Cambia de pareja, de casa, de trabajo, de hábitos o de forma de pensar… pero no te condenes a sufrir.
Como dijo una vez un periodista:
“Aguantar no es natural.
El ser humano nació para vivir bien, no para sobrevivir mal.”