05/08/2025
"El último vagón"
A los 17 años, Daniel soñaba con ser arquitecto. Tenía una beca en una preparatoria privada gracias a su talento para el dibujo técnico y un promedio impecable. Era de esos chicos tranquilos, con una sonrisa tímida y un cuaderno lleno de planos imaginarios de edificios que algún día, juraba, cambiarían la ciudad.
Pero entonces, conoció a un grupo de “amigos” con los que empezó a salir después de clases. Primero fue una cerveza, luego un cigarro, y en menos de seis meses, ya estaba probando cristal “solo para aguantar más estudiando” —se decía.
El efecto fue inmediato: noches sin dormir, dibujos frenéticos y una falsa sensación de euforia. Pero, como toda ilusión, se quebró rápido. Las calificaciones empezaron a bajar, hasta que perdió la beca. Sus padres, trabajadores y siempre al límite económico, no pudieron pagar la colegiatura. Daniel dejó la escuela con la excusa de “buscar trabajo”. Nunca lo hizo.
A los 20 años ya no soñaba con construir nada, ni siquiera su vida. Se había vuelto invisible para su familia, que lo veía como un problema sin solución. El espejo ya no reflejaba al joven prometedor, sino a alguien con la mirada perdida, la ropa sucia, y el aliento impregnado de químicos. No se bañaba en días, su piel estaba llena de costras, y el cabello enmarañado parecía un nido abandonado.
Intentó varias veces volver a estudiar o trabajar, pero siempre recaía. La droga le quitó no solo el sueño de ser arquitecto, también su voluntad. Vivía en un cuarto rentado en una vecindad de mala muerte, donde los gritos por las noches eran comunes: peleas, robos, y en más de una ocasión, disparos.
Ya no le quedaban amigos reales, solo conocidos de la calle, compañeros de consumo, gente rota como él. Su autoestima estaba por el suelo. No le importaba si lo miraban con lástima o asco. Había aceptado su nueva realidad como un castigo merecido.
A los 25 años, fue arrestado por intentar robar un celular. No era la primera vez que se metía en problemas con la ley. Un día, desesperado por conseguir droga, le arrebató la bolsa a una señora en la calle. Ella cayó y se golpeó la cabeza. Él corrió, pero lo alcanzaron. Nadie se ofreció a pagarle un abogado. Cumplió tres años.
Al salir, volvió al mismo cuarto, al mismo entorno, a la misma droga.
Murió a los 29, en un vagón del metro, solo, sucio, con una jeringa en el bolsillo y sin que nadie notara su ausencia. Su cuerpo apareció en una nota pequeña del periódico: "Joven en situación de calle fallece por sobredosis en la Línea 1".
Nadie mencionó que ese joven había querido ser arquitecto, que había tenido sueños, talento, familia. Nadie habló del sistema que falló, ni de la indiferencia de una sociedad que voltea la cara.
Reflexión final:
Las adicciones no comienzan con una jeringa; empiezan con una herida emocional, con una soledad que nadie vio, con un “solo por esta vez” que se vuelve rutina. La droga promete escape, pero entrega cadenas. Cierra puertas, apaga talentos, consume la dignidad, y al final, deja solo el eco de lo que pudo ser y no fue.
Nadie elige ser adicto, pero todos podemos elegir mirar con empatía y actuar antes de que sea tarde.