
27/06/2025
En el siglo XVI, la perfección tenía un precio.
La palidez extrema era sinónimo de nobleza, pureza… y poder. Y nadie encarnó mejor ese ideal que Isabel I de Inglaterra.
Cada día, la reina cubría su rostro con gruesas capas de cerusa veneciana, un polvo blanco elaborado con vinagre y plomo. Sus labios, teñidos de rojo intenso, llevaban bermellón, un pigmento con mercurio. Aquel ritual diario, lejos de embellecerla, fue consumiéndola lentamente.
A los 29 años, Isabel sobrevivió a un brote de viruela que le dejó cicatrices en el rostro. En lugar de esconderse, se aplicó más maquillaje. Más plomo. Más veneno. Los retratistas de la corte no podían mostrar la realidad: debían pintar a una reina eterna, sin edad ni defecto.
Pero el cuerpo no miente.
Con los años, Isabel comenzó a perder el cabello. Su piel se agrietó. Sufría insomnio, depresión, confusión. Todo coincidía con los síntomas de una intoxicación crónica por metales pesados. Y aun así, no abandonó su corona ni sus cosméticos.
Murió en 1603, a los 69 años, negándose a acostarse por temor a no poder volver a levantarse. Algunos informes aseguran que su cuerpo, tan deteriorado, colapsó dentro del ataúd.
Lo más trágico es que muchos sabían que el plomo dañaba la piel. Lo llamaban “la peste blanca”. Pero la belleza era un mandato, incluso si costaba la vida.
No fue hasta 1634 que el maquillaje a base de plomo fue oficialmente considerado venenoso.
Isabel I fue una de las mujeres más poderosas de su época.
Y, sin embargo, también fue víctima de un estándar cruel, que la obligó a maquillar su dolor hasta el último aliento.