
26/05/2025
Al principio, los verdaderos pioneros son ridiculizados. Se burlan de sus ideas, los aíslan, los acusan de locura. A veces, incluso los destruyen. Pero son ellos quienes cambian el curso de la historia.
Uno de esos hombres fue Martin Couney.
A finales del siglo XIX, si hubieras caminado por el paseo marítimo de Coney Island, Nueva York, habrías encontrado algo desconcertante. En medio de las risas, el algodón de azúcar y las atracciones, una sala llena de incubadoras albergaba a bebés prematuros. Dormían, frágiles y diminutos, mientras los visitantes los observaban con asombro.
No era un espectáculo. Era una emergencia disfrazada de feria.
En esa época, la medicina consideraba que los bebés nacidos antes de tiempo eran una causa perdida. Cuidarlos era costoso y, para muchos médicos, inútil. Pero un obstetra francés llamado Stéphane Tarnier tuvo una idea revolucionaria: adaptar las incubadoras de los zoológicos, que se usaban para polluelos, y aplicarlas al cuidado de los recién nacidos humanos.
La comunidad médica las despreció.
Años después, Pierre Budin, otro médico francés, llevó incubadoras a la Exposición Mundial de Berlín en 1896. Allí las vio Martin Couney. Quedó fascinado. Entendió que si los hospitales no querían salvar a esos bebés, él lo haría. Y usaría las ferias para financiarlo.
Se trasladó a Estados Unidos y abrió clínicas de incubadoras en los parques de atracciones Luna Park y Dreamland, en Coney Island. Lo que a primera vista parecía una atracción más, era en realidad una unidad médica de vanguardia. Enfermeras capacitadas cuidaban a los bebés. El público pagaba por verlos. Con lo recaudado, Couney cubría todos los gastos.
Atendía a los bebés de forma gratuita. Los hospitales le enviaban los casos que consideraban perdidos. Su tasa de éxito fue del 85 por ciento. Se calcula que salvó la vida de más de 6.500 recién nacidos.
Una de ellas fue Lucille Horn, nacida prematura en 1920. Sobrevivió gracias a Couney… y vivió hasta los 96 años.
Durante décadas, Couney luchó solo. La medicina oficial lo miraba con desprecio. Algunos dudaban incluso de que fuera realmente médico. Pero eso no importaba. Los resultados estaban a la vista: miles de niños vivos gracias a su insistencia.
Cuando los hospitales por fin adoptaron sus métodos, en 1943, Couney cerró su exposición. Su trabajo ya no era necesario en un parque de diversiones. Había logrado su misión.
Hoy, uno de cada diez bebés nace prematuro en Estados Unidos. Y la mayoría sobrevive. Porque alguien, un día, se atrevió a desafiar al sistema y apostó por lo que otros desechaban.
La historia se repite siempre. La ciencia verdadera nace del coraje. Y en medicina, el precio del escepticismo suele ser la vida humana. Por eso, quienes alguna vez fueron burlados merecen nuestro respeto eterno.
Ellos no buscaban fama ni aplausos. Solo querían salvar vidas. Y lo lograron, con incubadoras… y con valentía.