16/06/2024
“Mi padre se iba a trabajaba a las siete de la mañana y regresaba a las nueve de la noche, tenía dos trabajos. Lo veíamos muy poco y lo poco que lo veíamos solía estar muy cansado. A veces llegaba y ya estábamos durmiendo.
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Pero había un ritual que nunca se le pasaba: el regalo de los viernes. Cada viernes se tomaba unos minutos para pasar por una tienda y armarnos una bolsita con diferentes chucherías, chocolates o caramelos. Era algo simbólico. Nos encantaba.
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En retrospectiva me doy cuenta que no era el regalo en sí lo que me gustaba, ni los dulces: lo que me gustaba era que sabía que ese día mi papá había pensado en mí, me había tenido en cuenta, era su forma de decir “aquí estoy, me importas”.
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El regalo de los viernes lo comenzó mi abuelo, el nos lo traía los jueves una bolsita de caramelos, pero se jubiló cuando éramos muy pequeñas y le paso la posta a papá.
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Mi abuelo fue abandonado por su padre cuando era niño pero más allá de eso fue un padre y un abuelo ejemplar. Mi abuelo fue quien le transmitió el ritual, el que pudo trascender el dolor del abandono y cultivar el amor por su familia. Más allá de la adversidad, del trauma, del dolor, el amor puede ayudarnos a sanar.
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Gracias a las figuras paternas de mi vida, por dar lo mejor que pudieron, con las herramientas que tenían. De los regalos que me hicieron en mi vida me acuerdo poco, quizás solos de tres o cuatro que anhelaba o me sorprendieron. Pero el regalo de los viernes dejo huella en mí”
Fragmento del libro “La metamorfosis de una madre”
de Ana Acosta Rodríguez