03/11/2024
CRÓNICAS DE UNA GUARDIA DE OCTUBRE: ¿Dulce o truco?
La guardia era caótica, y estaba cansado como pocas veces, a punto de caer dormido. Me perdía entre los pendientes, aunque confiaba en terminar todo a tiempo. Mis pensamientos eran un caos.
Miré el reloj. Quizá un poco de café ayudaría. El café institucional no sabía bien, pero al menos quitaba el sueño.
El sótano del hospital de Pediatría no era un lugar al que uno bajara con gusto. Oscuro, húmedo, con ese olor a desinfectante de lavanda cargado de despedidas. Flanqueado por las puertas del cuarto de máquinas e hileras de camillas, parecía un sitio atrapado en el tiempo, un espacio que condensaba todas las historias.
Aquel corredor que parecía alargarse a cada paso era la única vía al comedor. Lo mejor era recorrerlo casi en trance, como queriendo ignorar lo que las sombras ocultaban.
Podía escuchar cada uno de mis pasos; aquella noche hasta mis pensamientos hacían eco. Quería caminar, salir corriendo, pero algo, o alguien, me detuvo. Sentí una presencia inexplicable esperándome en la penumbra.
Entonces lo vi. Un niño, de unos seis años, parado en medio del pasillo. Descalzo, con una bata verde institucional, me miraba fijamente, su sonrisa incompleta por la ausencia del incisivo central izquierdo. No parecía enfermo. Sus ojos brillaban con una curiosidad serena, y cuando habló, su voz sonó extrañamente familiar, tan cercana que sentí un escalofrío.
—¿Quieres comprar un mazapán? —me ofreció, como si fuera lo más natural del mundo.
Respondí que no, casi sin pensarlo. Todo parecía irreal. ¿Qué hacía un niño solo en el sótano, a esa hora? ¿Quién lo había dejado bajar? Seguí caminando, sin mirar atrás, mientras el eco de su voz seguía resonando en el pasillo, como si me acompañara.
A la mañana siguiente, después de la entrega de guardia, mencioné a mis compañeros el extraño “acontecimiento”. Me miraron con desconcierto, como si les hubiera contado una broma pesada o, peor aún, un delirio. Nadie recordaba a un paciente que coincidiera con la descripción, y menos a un niño que deambulara libre por el hospital de madrugada.
—¿Cómo dijiste que era el niño? —Preguntó la nefróloga del turno matutino, mirándome como si no diera crédito a lo que decía. Le describí al pequeño: la bata verde, la sonrisa incompleta, la mirada vivaz de ojos almendrados. La doctora fue hasta su escritorio, sacó una fotografía de un cajón y me la mostró en silencio.
Era él. Exactamente como lo había visto, hasta en el detalle de la sonrisa.
—Fue uno de nuestros primeros pacientes de trasplante —dijo en voz baja—. Falleció hace diez años… Solía vender dulces para ayudar a su familia.
Me quedé inmóvil, con un escalofrío recorriéndome de pies a cabeza. Intenté sonreír, buscar alguna explicación, pero el silencio entre nosotros lo hacía imposible.
Desde esa noche, rara vez bajé al sótano de madrugada; y, si lo hacía, no podía evitar apurar el paso. Procuraba solo mirar al frente, recitando de memoria las oraciones que uno aprende de niño. No quería creerlo, pero en lo más profundo de la penumbra parece seguir ahí. Descalzo, con su bata verde, su mirada inquieta y su sonrisa incompleta.
Y tú también: ¿Quieres comprar un mazapán?
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