26/09/2025
Carlos Soria, con 86 años tallando su nombre entre las nubes, logró lo que muchos considerarían imposible: coronar el Manaslu, una de las montañas más duras del Himalaya.
Se levantó antes del alba, con los huesos recordando cada escalón, cada paso que le ha dictado el tiempo. Sus manos, arrugadas pero firmes, sostuvieron los agarres, sujetaron cuerdas, buscaron grietas donde otros ya no veían montañas, sino muros de humo.
Cuando alcanzó la cima, no gritó, no levantó un puño con estrépito. Se quedó. Esa imagen lo dice todo: un hombre que ya ha conocido pérdidas, distancias, silencios, mirando el mundo bajo sus pies como una plegaria. Bajo el viento, bajo el cielo más limpio.
Allí, pudo ver las cordilleras como un mapa de aciertos y derrotas, de sueños que nunca se dejaron vencer por el paso de los años. Y entendió que la cima no es el punto más alto, sino el momento más justo: aquel en que tus piernas y tu alma dicen “aquí, aún puedo”.
Un sherpa cercano dijo: “Él no sube por gloria. Sube por amor. Amor a la montaña, amor a la vida.” Y tiene razón.
Carlos Soria no conquistó solo una cima. Conquistó el miedo al declive. Convirtió años en brío. Le recordó al mundo —y a nosotros— que edad no es límite sino frontera para atravesar, siempre.
Al descender, bajo esa luz rojiza que quiebra la montaña, se quitó los guantes y alzó la mano hacia el cielo. No hizo promesas. No habló. Sus ojos, ya gastados por tantos amaneceres, brillaban más que cualquier bandera plantada.
Y en ese instante comprendimos que las hazañas no son épicas por lo que cuestan… sino por lo que nos dejan: el eco de que podemos más de lo que nos atreven a creer.
Porque en la montaña del tiempo, subir con honor y con alma es el logro más alto de todos.