24/09/2025
Me despidieron del trabajo porque dijeron que con síndrome de Down solo servía para ‘cosas simples
Me acuerdo perfectamente de ese martes. Martes 15 de marzo. Los martes siempre me han gustado porque suenan como "mar-tes", y a mí me gusta el mar, aunque nunca he ido.
—Necesitamos hablar contigo, Mateo —me dijo la señora García, la de recursos humanos. Tenía esa cara que pone la gente cuando va a decir algo malo pero quiere parecer buena.
Yo estaba organizando los archivos como siempre. Me gustaba ese trabajo. Cada papel en su lugar, cada carpeta con su color. Azul para enero, verde para febrero, amarillo para marzo. Era fácil y me hacía sentir útil.
—¿Hice algo malo? —le pregunté, porque siempre pregunto cuando no entiendo.
—No, no, Mateo. Es que... —se aclaró la garganta como cuando mi mamá va a regañarme— necesitamos hacer algunos cambios en el departamento.
El señor Rodríguez, mi jefe, estaba ahí también. Nunca me miraba a los ojos, siempre miraba un poco más arriba, como si tuviera algo interesante en la frente.
—Mira, hijo —me dijo (no me gusta que me digan hijo, no soy su hijo)—, tu trabajo aquí ha sido... adecuado. Pero necesitamos gente que pueda hacer tareas más complejas.
—Yo puedo hacer cosas complejas —dije, porque es verdad. Sé usar la computadora, sé hacer café muy rico, y hasta aprendí a arreglar la fotocopiadora cuando se atascaba.
—Mateo —la señora García puso su mano en mi hombro, y yo no quería que me tocara—, las personas como tú están mejor en trabajos más... simples. Más acordes a sus capacidades.
"Personas como tú." Eso me dolió más que cuando me caí de la bicicleta y me raspé toda la rodilla.
—¿Por qué soy diferente? —pregunté, y se me quebró un poquito la voz.
—No eres diferente, Mateo. Solo tienes limitaciones que...
—¡No tengo limitaciones! —grité, y nunca grito, pero esa vez grité—. ¡Ustedes tienen limitaciones para ver que soy bueno en mi trabajo!
El señor Rodríguez suspiró como cuando mi papá ve las noticias en la tele.
—Mateo, por favor. Entendemos que esto es difícil, pero la decisión ya está tomada.
Me quedé callado un ratito, mirando mis carpetas de colores. Azul, verde, amarillo. Todo en orden. Todo perfecto.
—¿Puedo llevarme mi taza? —pregunté. Era una taza blanca con un gato naranja que me había regalado mi hermana.
—Claro que sí —me dijo la señora García con una sonrisa triste.
Cuando llegué a casa, mi mamá me abrazó muy fuerte. Olía a pan tostado y a esa crema que se pone en las manos.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le dije mientras lloraba en su hombro.
—Ahora vamos a demostrarles que se equivocaron —me respondió, y tenía esa voz firme que usa cuando está muy segura de algo.
Esa noche no pude dormir. Me quedé pensando en las palabras del señor Rodríguez: "personas como tú", "cosas simples", "limitaciones". Las palabras me daban vueltas en la cabeza como cuando se descompone la lavadora.
Pero también me quedé pensando en otras cosas. En cómo yo era el único que sabía dónde estaba cada archivo. En cómo siempre llegaba temprano y nunca me enfermaba. En cómo la fotocopiadora funcionaba perfecto desde que yo la cuidaba.
Al día siguiente, mi mamá y yo fuimos a ver a don Alberto, el señor que arregla computadoras en el mercado. Le conté mi historia mientras él escuchaba muy serio, moviendo la cabeza.
—Mateo —me dijo—, yo necesito ayuda para organizar mi taller. ¿Te interesa?
—¿No le importa que tenga síndrome de Down? —le pregunté.
—Hijo, a mí me importa que seas responsable y trabajador. Lo demás son tonterías de gente que no sabe ver.
Don Alberto me enseñó muchas cosas sobre computadoras. Resulta que tengo muy buena memoria para recordar dónde van los cables y para qué sirve cada cosa. También aprendí a hablar con los clientes, y me di cuenta de que la gente me escucha cuando hablo despacio y claro.
Pasaron cinco años. Cinco años en los que aprendí, trabajé, ahorré y soñé. Don Alberto se jubiló y me dejó a cargo del negocio. "Es tuyo, Mateo. Te lo ganaste", me dijo el día que se fue.
Ahora tengo tres empleados. Bueno, cuatro contando a Tobías, que tiene autismo y es un genio arreglando teléfonos. Mi negocio se llama "TecnoFácil" y tenemos muchos clientes contentos.
El otro día, ¿saben qué pasó? La empresa donde trabajaba antes quebró. Sí, la misma que me despidió. Y ¿saben qué más? Me llamaron para pedirme si podía ayudarlos con sus computadoras.
Cuando llegué, ahí estaba la señora García. Se veía más vieja, más cansada. Me reconoció inmediatamente.
—Mateo... no sabía que eras tú el dueño de TecnoFácil.
—Sí, soy yo —le dije mientras instalaba el programa que necesitaban—. El de las "limitaciones".
Se puso colorada como tomate maduro.
—Mateo, yo... quería disculparme por...
—Está bien, señora García. Gracias a ustedes aprendí que cuando una puerta se cierra, puedes construir tu propia casa.
Terminé el trabajo (me pagaron muy bien, por cierto) y cuando me iba, la señora García me detuvo.
—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo llegaste hasta aquí?
Me quedé pensando un momento, mirando mi camioneta con el logo de TecnoFácil.
—Es que ustedes se olvidaron de algo importante, señora García.
—¿Qué cosa?
—Que las "cosas simples" también pueden ser extraordinarias. Solo hay que hacerlas con amor.
Y me fui, porque tenía que recoger a mi novia del trabajo. Sí, tengo novia. Se llama Carmen y dice que le gustan mis ojos porque "brillan cuando sonrío".
Esa noche, mientras cenábamos, Carmen me preguntó:
—¿Te sientes vengado?
—No —le dije—. Me siento en casa.
Y es verdad. Porque la justicia no es venganza. La justicia es demostrar que todos merecemos una oportunidad de brillar, sin importar cómo brillemos.
Aunque... debo confesar que sí me dio un poquito de satisfacción cuando el señor Rodríguez tuvo que pedirme por favor que le arreglara su computadora. Un poquito nomás.
Pero eso queda entre nosotros, ¿sí?
Tomado de la red