
13/07/2025
En la Italia del siglo XVII, el matrimonio era una sentencia sin apelación. El divorcio no existía. El abuso era cotidiano. Y la ley... miraba hacia otro lado.
En ese mundo nació Giulia Tofana, en 1620, en el corazón de Palermo. A los ojos del público era una mujer común, discreta, dedicada a la cosmética. Preparaba ungüentos, cremas, tónicos. Todo parecía inocente. Pero detrás de los frascos de belleza, Giulia escondía otra fórmula. Una que no servía para embellecer, sino para liberar.
Aquatofana.
Un veneno transparente, sin olor, sin sabor. Invisible al paladar. Imposible de rastrear. Se disolvía en el vino, en la sopa, en el café. Y mataba lentamente. Sin levantar sospechas.
No era una asesina en serie. Era la cómplice silenciosa de mujeres desesperadas. Muchas sufrían golpes, violaciones, humillaciones constantes. En una sociedad donde la palabra de una esposa no valía nada, Giulia les ofrecía algo más que cosméticos: les ofrecía una salida.
Las dosis eran calculadas. Unas gotas por día debilitaban poco a poco al marido. Fiebre, náuseas, confusión. Parecía una enfermedad cualquiera. Hasta que el cuerpo ya no aguantaba más.
Durante años, Giulia y su red operaron en silencio. Se estima que más de 600 hombres murieron por su mano, aunque quizás nunca lo sabremos con certeza. Pero todo se desmoronó cuando una clienta se arrepintió. Retiró el plato a tiempo, pero confesó. Giulia fue arrestada y torturada. Nunca pidió perdón. Solo confesó los nombres que recordaba.
Fue ejecutada públicamente en 1659, junto con algunas de sus colaboradoras. Su cuerpo quedó expuesto como advertencia. Pero su historia quedó grabada en la memoria.
¿Fue una criminal? ¿Una he***na oculta? ¿O un síntoma brutal de un mundo que no ofrecía otra salida?
Tal vez la historia de Giulia Tofana no sea una lección de moral. Pero sí una advertencia: cuando la justicia no escucha, el veneno habla.