
01/06/2025
Voces cruzadas
Desde pequeña, Sofía vivió en medio de un tira y afloja. En su casa, las reglas no eran claras. Su mamá quería orden, horarios y disciplina. Su papá prefería la libertad, decía que la infancia era para disfrutarla.
Un día, su madre le prohibió usar el celular después de cenar. Pero cuando su padre llegó del trabajo y la vio aburrida, le dijo:
—Toma, puedes usarlo un rato, pero no le digas a tu mamá.
Otro día, quiso ir a una fiesta con sus amigas. Su padre le dijo que no era buena idea, que era tarde. Ella se resignó. Pero su madre, al enterarse, dijo:
—No tiene nada de malo, ya estás grande. Anda, pero vuelve temprano.
Sofía obedecía a uno, y quedaba mal con el otro. A veces, lloraba en silencio en su habitación, sin saber si había hecho bien o mal. Empezó a dudar de sus decisiones, a tener miedo de decepcionar, incluso cuando no sabía a quién exactamente.
En el colegio, era aplicada pero callada. Le costaba expresar lo que pensaba, porque temía que sus palabras también fueran mal interpretadas. La inseguridad creció con ella, como una sombra silenciosa.
No entendía por qué sus padres no podían hablar entre ellos antes de decidir por ella. No quería que siempre le dijeran “sí” o “no”, solo necesitaba sentir que caminaban juntos, no en direcciones opuestas.
Porque en una casa donde la disciplina se divide y la autoridad se fragmenta, los hijos —como Sofía— no desobedecen: se pierden.
Jaime Vásquez Escritor.