02/06/2024
Uno de mis cuentos favoritos:
Aquella muchacha bella, ingenua y dulce, con rasgos de princesa, era una joven humilde que vivía de hacer artesanías, como todos los habitantes de la isla en la que vivía. Cada tanto, se iba a la orilla del mar a bordar las mantas que vendía a los turistas.
Una tarde del mes de enero, mientras realizaba sus labores, algo sucedió: el mar estaba más embravecido que de costumbre, y ella más tranquila que de costumbre. Vino una ola gigante que la envolvió y la revolcó. Dio varias vueltas dentro del mar hasta que, con un esfuerzo sobrehumano, pudo salir del bravo remolino y llegar exhausta a la orilla.
Todavía un poco mareada, se alisó la ropa. Cuándo pudo levantar la mirada, vio a una señora vestida con una larga túnica blanca, que la observaba.
La señora le preguntó: -Muchachita, ¿cómo estás?
-¿Dónde estoy?- preguntó a su vez la chica.
-Estás en la isla de Barren, niña. Quédate tranquila, estás en un lugar bonito y seguro. Aquí los isleños vivimos de la pesca y del turismo. Todas la mujeres trabajamos tallando madera, que juntamos de las ramas que caen de los árboles cuando son arrancados por los huracanes. Con ellas hacemos lindas figuras que vendemos como artesanías, y nos dejan dinero para vivir. Si me ayudas, podrías tener trabajo, y con él ganar lo suficiente para comer y buscar un techo donde vivir.
La chica se sacudió el cabello, se refregó los ojos para verla con mayor detenimiento y le respondió: -Señora, disculpe, pero yo sólo sé bordar-.
-Querida, aquí no podrías bordar, no tenemos telas ni hilos. Sin embargo, todo lo que hagas con la madera te traerá dinero, es la única materia prima con la que contamos. Pero no te deprimas, ven conmigo -le dijo, estirándole la mano para ayudarla a levantarse. -Te enseñaré cómo hacerlo. No tengas miedo, sé que estarás bien-.
A la pobre muchacha no le quedó otra opción más que acceder. Tomó la mano de la señora, se levantó y caminó junto a ella en silencio. Llegaron hasta la cabaña de la mujer, dónde comió algo y se dispuso a descansar.
Al transcurrir de los días fue aprendiendo el nuevo oficio y tanto le gustó que no tuvo tiempo de extrañar los bordados que había hecho desde pequeña. Se sintió cobijada en su nuevo lugar. Eso sí, no perdió la costumbre de trabajar en la playa a orillas del mar: todos los días se llevaba unos trozos de madera para tallarlos mientras esperaba el atardecer.
Fue pasando el tiempo, y se sentía cada vez más feliz en esa isla y con su gente. Pero una tarde, casualmente en el mes de enero, sintió una extraña nostalgia. Entonces miró al cielo: se avecinaba una tormenta. Pensó que sólo tallaría un elefante más, y se iría a su casa.
Pero la tormenta no le dio tiempo de terminar; se presentó inclemente hasta que se instaló con furia, y de pronto una ola gigante la arrastró. Mientras giraba debajo del agua, se preguntaba cómo era posible que está situación se presentará otra vez.
Lo que ella no sabía es que las historias se repiten, nos gusten o no.
Sólo que esta ocasión casi se ahoga. Tuvo suerte de que el mar junto con el viento la llevaran a una orilla rápidamente. Al salir del agua, respiró como pudo, se esforzó para tomar más aire, hasta que al fin pudo levantarse. Se sacudió el pelo y se acomodó la falda. En ese momento, vio a una señora que caminaba en dirección a otra orilla. Se apresuró a llamarla, y la señora, al verla en ese estado tan deplorable, se regresó para auxiliarla.
En cuanto se acercó, sacó de un gran bolso una cantimplora con agua y se la dio.
-Mi niña, ¿por qué estás aquí?-
-No sé- dijo temblando, -estaba en la playa de una isla y una ola me arrastró. No es la primera vez que me pasa. Necesito regresar, pero no sé cómo hacerlo.
-Aquí no tenemos barcas. Vivimos de lo que vendemos. Hacemos artesanías con caracolas y sólo una vez por mes pasa un señor en una canoa. Se las lleva para venderlas en los pueblos más cercanos, pero su canoa va repleta de las artesanías que recoge en otras islas, y no quiere transportarnos en ella. Dice que trasladar a personas es una responsabilidad que no está dispuesto a asumir. Creo que tendrás que quedarte aquí, porque no encuentro otra salida.
-Pero yo no sé hacer esas artesanías- comentó, algo apesadumbrada.
-¡Yo puedo enseñarte!-
-Pero aprender un oficio nuevo, cuando apenas vengo de aprender otro, ¡no es justo!
-¿Y quién te dijo que la vida es justa?- le respondió la mujer en un tono dulce. -La vida puede parecer justa sólo si te adhieres a los cambios que ella nos impone día a día; si puedes aceptarlos con flexibilidad y, a la vez, logras encontrar en ello un alto grado de humildad. Sólo entonces el cambio será fácil y le encontrarás el lado positivo. Si no te obsesionas por mejorar tu vida, ella la mejorará a su modo. Y, recuerda, a veces te cobrará lo que dejes de hacer.
-No creo que me cobre más de lo que ya me ha cobrado- dijo la muchacha. -Toda mi familia desapareció durante un maremoto. Estoy sola, apenas he logrado subsistir. Para colmo, en dos ocasiones una ola me ha revolcado llevándome a lugares desconocidos.
-Mi niña, da gracias de que estás viva-.
-Sí le agradezco a Dios, aunque le confieso que no lo hago siempre- dijo titubeando. No lo hago siempre porque estoy enojada con mi destino.
-Entonces, ¿qué quieres hacer? ¿Eliges no aprender y esperar a morirte de hambre, o te enseño lo que hacemos aquí?.-Enséñeme, por favor. Creo ser buena alumna. Además, me ha dejado en claro que no me queda otra opción.
La señora tomó unas caracolas pequeñas que yacían en la arena. Sacó unas cuentas de una bolsita que llevaba en su bolso y al poco rato había hecho un lindo ratón.
-¿Tienes ganas de hacer uno?- preguntó la señora, mostrándole la bolsita de cuentas y pegamentos. También sacó una cajita con nueces y le convidó. -Come, debes tener hambre-.
La muchacha empezó a comer lentamente mientras pegaba los pedacitos de caracolas; parecía entusiasmada hasta que de pronto se puso a llorar.
-Entiendo lo que sientes, estás cansada. Mañana estarás mejor.-
-¡No!- dijo la muchacha. -No estoy cansada por hoy, es cansancio por estar en la vida. Está tristeza y desilusión que siento no se me van a pasar durmiendo.-
La señora la abrazó y dejó que las lágrimas de la muchacha mojaran su vestido. Sabía muy bien lo que sentía la chica, porque si había algo en lo que la mujer era experta, era en sufrir injusticias.
La muchachita secó sus lágrimas con un pañuelo que le dio su nueva amiga.
-¿Cómo te llamas?- preguntó la señora. -Celeste- contestó la joven. -Mucho gusto, Celeste, soy Sara. Mis allegados me llaman Sarita-.
Celeste extendió su mano para saludarla y le dijo que tenía una hermosa túnica.
-Cuando tengas ganas, te podrías probar uno de mis vestidos y te lo regalaré. Ahora vamos a mi casa donde te daré algo de comer. Tomarás un baño caliente y mañana seguiremos hablando. ¿Qué te parece?-.
Celeste accedió y acompañó a la mujer a su casa. Le hizo ver su agradecimiento tallándole un elefante de madera con unas ramas que encontró en su jardín, y luego de contarle algunas historias de su vida, cayó rendida en la cama.
A los pocos días, Celeste regresó a la playa y comenzó a hacer artesanías con las caracolas. Se sentía muy feliz.
Y una buena tarde del mes de enero, mientras estaba armando ratoncitos con caracolas a la orilla del mar, una ola gigante se la llevó y la arrastró a otra playa.
En esta ocasión, mientras estaba bajo el agua perdió la conciencia. Pero como los milagros existen, se salvó de no ahogarse. Al fin se despertó en una playa. No tenía energías ni para abrir los ojos.
Las repeticiones en la vida cansan, agotan, se dijo, mientras se retiraba la arena de los ojos. En cuanto pudo respirar con normalidad y recuperarse, se preguntó: ¿Y ahora que tendré que aprender?, ¿adónde iré a dormir está noche?, ¿a quién tendré que ayudar?
En ese momento...
Se acercó un hombre, alto y fornido. Tremendo susto sintió la chica al verlo. Siempre habían sido mujeres quienes se habían aproximado a rescatarla, jamás hombres.
El señor se inclinó para mirarla de frente y le preguntó: -¿Qué te pasó? ¿Estás bien?-
Ella sentía vergüenza de contarle lo que se había vuelto en su vida un evento recurrente. Pero reunió el valor y le narró al hombre todas las veces que había perdido lo que quería y tenía, y todas aquellas que había aprendido a través del dolor. No sé refirió a las artesanías, que sabía hacer bien, sólo le mencionó las ocasiones en que las olas la habían llevado a orillas de otras playas.
-¿Cómo te llamas?- preguntó el hombre.
-Celeste- contestó la joven.
-¿Sabes bordar?-.
-Sí, sé hacerlo muy bien-.
-Por casualidad, ¿sabes tallar madera?-.
-Sí, lo sé hacer perfectamente-.
-¿Y sabes hacer artesanías con caracolas?-.
-Sí, las aprendí a confeccionar en la última isla en que estuve- respondió ilusionada. Se sentía feliz porque, por primera vez, no le mencionaban que debía aprender un nuevo oficio. Se ilusionó al pensar que algo había cambiado en su suerte.
-¿Te animas a armar una carpa? Si sabes utilizar telas bordadas, tallar la madera y hacer adornos, tienes posibilidades de casarte con el príncipe, que es el dueño de la isla-.
-Pero ¿si el príncipe no me gusta? ¡Yo no seré su esclava! Si mi trabajo fuera de su agrado, le haré una propuesta a cambio: le solicitaré que me saque de aquí. Pero casarme con él, ¡no! Eso no lo haré, no lo conozco y no sé si él me va a gustar-.
El hombre rio y le dijo:
-¿Por qué no haces lo que te propongo y luego ves qué te hace más feliz: casarte o irte?-.
A elr todos.la le pareció una buena idea y cerró el trato.
Al día siguiente, Celeste puso manos a la obra y trabajó sin descanso. Pudo armar la carpa en menos tiempo del que había imaginado. Cuándo la terminó, hasta ella misma se admiró: ¡le había quedado realmente hermosa!
El hombre le notificó al príncipe y a la población entera. Todos los isleños fueron a ver el suntuoso castillo artesanal.
Apareció el príncipe, bello, noble de corazón, un hombre verdaderamente apreciado por todos. Cuando vio lo que había hecho la muchacha quedó sorprendido, peros aún más cuando admiró la belleza de la joven.
En cuanto cruzaron la mirada, ambos se enamoraron. Al poco tiempo se casaron y Celeste se convirtió en una princesa feliz.
En el preciso momento en que Celeste conoció al príncipe, entendió que Dios, sin duda, es dueño de una gran imaginación.