
21/05/2025
Hoy, al mirar hacia atrás, no puedo evitar sentir una mezcla profunda de gratitud, humildad y asombro. Han pasado cinco años desde que egresé como especialista, y en ese tiempo, no solo he crecido como médico, sino también como ser humano.
He tenido fallas. He sentido el peso del cansancio, la frustración de lo incierto, y la dureza de las decisiones difíciles. Pero también he tenido victorias: pequeños logros diarios, pacientes que regresan con una sonrisa, colegas que confían en mí, y momentos donde sentí que valía la pena todo el esfuerzo.
Mis manos, que un día fueron audaces, hoy se han vuelto más tranquilas. Ya no me apresura la impaciencia, ni me domina la ansiedad por tener todas las respuestas. He aprendido que, en medicina, tanto como en la vida, hay que escuchar más que hablar, observar más que imponer, y acompañar más que resolver.
La experiencia me ha enseñado que ser especialista no es solo dominar una técnica o saber un diagnóstico. Es ser empático. Es mirar al paciente con ojos humanos, entender su historia, su miedo, su esperanza. Es comprometerse con una medicina que no solo cure, sino que también alivie, que acompañe, que dé dignidad.
Hoy, cinco años después, sigo creyendo que elegí un camino noble. Que la medicina no es solo mi profesión, sino una llama que me guía. Un llamado profundo a ayudar, a sanar, a servir.
Y aunque aún tengo mucho por aprender, sigo con la misma pasión, pero con más calma, con más humanidad, con más propósito.