03/12/2025
La cicatriz en el hombro izquierdo de Mariana era un mapa de dolor antiguo. A los nueve años, en la cocina de su casa en una colonia de Tijuana, el tropiezo con un juguete fue fatal. La olla de agua caliente, destinada a los frijoles del día, cayó de la estufa y su contenido la bañó en un dolor instantáneo y cegador. Las quemaduras fueron terribles, pero la infección que se instaló después en el hospital, luchando contra bacterias resistentes, fue la que se llevó lo que el agua no había consumido del todo: su mano y parte de su antebrazo izquierdo.
Los siguientes ocho años fueron una lección de adaptación silenciosa. Mariana aprendió a atarse el cabello, a escribir, a manejar su celular y a cargar sus libros con una sola mano. Su cuerpo memorizó movimientos compensatorios, y su mente, aunque fuerte, construyó un muro invisible. Era una joven funcional, capaz, incluso brillante en la escuela, pero cada mirada furtiva hacia su manga a veces vacía, cada oferta de ayuda no solicitada, cada susurro mal disimulado, era un recordatorio de su diferencia. Llevaba la ausencia como un peso privado, una sombra que nadie más parecía ver pero que ella sentía en cada interacción.
El rumor llegó a través de su maestra de física: "Una fundación, regala prótesis impresas en 3D. Son de colores, ligeras". La esperanza fue un destello incómodo al principio. El proceso fue un torbellino de visitas, mediciones y preguntas. "¿Qué color quieres?" le preguntó el ingeniero. Mariana, acostumbrada a esconder, eligió un lila eléctrico, un color que gritara. El día que la prótesis se acopló a su muñón por primera vez, sintió una ligereza extraña, no solo en el brazo, sino en el pecho. Podía sostener dos platos al mismo tiempo, agarrar la barra del camión con más seguridad, aplaudir. La prótesis no era una mano mágica, pero era una herramienta, un símbolo de completitud que le devolvió una confianza que no sabía que había perdido tanto.
Sin embargo, pronto descubrió que la tecnología podía reemplazar una extremidad, pero no la mirada de los demás. La prótesis lila era un imán para los comentarios. En el supermercado, una señora le dijo con lástima: "Dios la bendiga, pobrecita, al menos le dan esas cosas". En la escuela, algunos compañeros la llamaban "la chica robot" o "la cibernética", con una curiosidad que rayaba en la crueldad. Los piropos se tornaban preguntas incómodas: "¿Y se la quitas para dormir?". Cada una de esas interacciones era como un pequeño arañazo en la seguridad recién adquirida. La prótesis, que le daba fuerza física, a veces la hacía sentir emocionalmente más expuesta que nunca.
El punto de quiebre llegó en una feria de ciencias. Mariana, armada con valor, decidió hacer su proyecto sobre la biomecánica de las prótesis impresas en 3D. Explicó con diagramas y la propia suya como ejemplo, los principios de la palanca, la importancia del diseño personalizado y la revolución de la accesibilidad. Habló con una claridad y una pasión que silenciaron el salón. Al final, una niña de primer año se acercó, tímida, y le dijo: "Mi hermano perdió una pierna. Pensé que su vida se había acabado. Le voy a mostrar su proyecto. Lo que hizo usted es increíble".
En ese momento, Mariana entendió. La crítica y la lástima venían de la ignorancia, no de su valor. Su prótesis lila no era algo que debiera esconder o del que debiera disculparse. Era una bandera, un testimonio de resiliencia y de tecnología al servicio de la vida. Dejó de corregir su postura para esconderla y empezó a moverla con naturalidad, usándola para señalar, para gesticular, para saludar. Ya no era la chica que había perdido una mano, sino la joven que, con o sin un dispositivo de lila y plástico, había reconstruido su mundo y ahora podía ayudar a otros a reconstruir el suyo. La confianza ya no venía de sentirse "completa", sino de saberse íntegra, más allá de cualquier pieza, crítica o mirada.