09/04/2023
El mensaje de la crucifixión Jesús es el nombre del "hombre" que despertó del sueño de la separación, Jesús "puso en marcha" el proceso de la Expiación que le fue dado al Espíritu Santo como un principio. La Expiación se estableció mediante su resurrección, la cual puede definirse como el despertar del sueño de la muerte siendo la crucifixión es el símbolo prominente.
Aceptar la Expiación para nosotros mismos, como única responsabilidad, es aceptar la fundamental de la separación.
Permanecemos para siempre tal como Dios nos creó, al no haber abandonado jamás el hogar de nuestro Padre. Aceptar la Expiación es, en efecto, la metanoia o cambio de pensamiento que Jesús exhortaba en sus seguidores. Es el cambio de percepción que ve el perdón en lugar del pecado, que conoce la vida en lugar de la muerte, y que se identifica con el Reino de Dios en lugar de identificarse con el reino del ego.
Aceptar la Expiación nos capacita para reconocer que nuestro pecado en contra del Padre jamás pudo ocurrir en realidad, y por consiguiente ya se ha anulado. Así pues, no existe ningún fundamento para nuestra culpa y no tenemos necesidad alguna de protegerla a través de las diversas ilusiones que hemos adoptado para nuestra propia defensa. El dolor y sufrimiento que experimentamos, el cual culmina en la muerte, penetró en el mundo a través del "pecado" de la separación.
La muerte misma permanece como el más poderoso testigo de nuestro sueño de la postseparación.
Santiago resume muy bien esta dinámica: "Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte" (St 1:15). Nuestro deseo (pensamiento) de estar separados causa el pecado que a su vez causa la muerte. Dicho de otra manera, la muerte es el efecto inevitable del pecado, que es en sí el efecto de nuestra creencia en su realidad. El deshacer esta creencia básica del ego constituyó la misión de Jesús en palabra y en hecho.
Fue una lección que debía testimoniarse en cierta época y en cierto lugar en la historia, y que debía aprenderse a través de todo el resto del tiempo-una lección que Jesús enseñó una vez en su vida terrenal y que enseña para siempre en su vida de resurrección. La suya fue la misión que dio cumplimiento a las palabras de Isaías:
" Consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes; consumirá a la Muerte definitivamente. Enjugará el Señor Yahveh las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra" (Is 25:7-8).
Jesús deshizo la creencia en la separación, o el pecado, al demostrar que sus efectos no existían. Al repasar las dos características de la ley de causa y efecto vemos que causa y efecto son mutuamente dependientes: sin la una no puede existir el otro, y si algo existe tiene que ser una causa: si no puede ser causa, no puede existir. Así pues, si los efectos del pecado no están ahí no pudieron haber sido causados. Si el pecado no es una causa, no puede existir.
Jesús tomó el más poderoso testigo de la aparente realidad del pecado, es decir la muerte, y al superarlo con su resurrección, demostró concluyentemente que al no ser real, la "causa" de la muerte-el pecado-tampoco puede ser real. Como exclamó Juan el Bautista: "[Jesús es] el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1:29). Dicho de otra manera, podemos afirmar que el propósito de Jesús era deshacer la creencia en la realidad de la dicotomía víctima-victimario, el centro del sistema defensivo del ego contra la unidad de Dios y Su creación.
La base de la justicia para el mundo semítico en la época de Jesús era "ojo por ojo." Esto simplemente reforzaba la relación causa-efecto entre el pecado y el sufrimiento, al enseñar que una "víctima" había sido perjudicada por un "victimario." Jesús vino a enseñar otra lección. En el Curso Jesús afirma: "Yo estoy a cargo del proceso de Expiación, que emprendí para darle comienzo" (T-1.III.1:1). La Expiación corrige el error de la separación, la cual sostiene que Dios fue la víctima del ataque del Hijo, quien luego se convirtió en la víctima de la justificada venganza del Padre. De ese modo nacieron el pecado, la culpa y el miedo, y se convirtieron en las leyes de este mundo. A los ojos de casi todos los que presenciaron la crucifixión de Jesús, por no decir que la siguieron, tal parecía como si Jesús fuese la máxima víctima de la crueldad del ego, y que sufrió inmensamente a manos de aquellos a quienes él sólo había amado y sanado. Jesús dice: Elegí, por tu bien y por el mío, demostrar que el ataque más atroz, a juicio del ego, es irrelevante. Tal como el mundo juzga estas cosas, mas no como Dios sabe que son, fui traicionado, abandonado, golpeado, atormentado y, finalmente, asesinado (T-6.I.9:1-2). En toda la historia uno no puede imaginar un individuo más justificado en identificarse a sí mismo como una víctima inocente del cruel, mal agradecido mundo. Además, la teología tradicional enseñaba, que Jesús también fue la víctima de la vengativa necesidad de su Padre de resarcimiento por los pecados del mundo. No obstante, Jesús no compartió la evaluación que el mundo hizo de él. Más bien, ofreció "una interpretación diferente del ataque" (T-6.I.5:5), y de ese modo pudo enseñar que la "agresión más atroz" no tuvo efecto en él. Demostró esta verdad en su actitud y respuesta sin defensa durante el maltrato del cual fue objeto y, como su máxima lección, el superar la muerte en su resurrección. Puesto que veía el aparente ataque como una petición de amor, Jesús no se podía ver a sí mismo como una víctima y por consiguiente no veía victimarios. De esta forma, los errores de las interpretaciones equivocadas de ellos quedaron sin efecto, al no ser compartidos por él. En ese instante la salvación llegó al mundo, puesto que la creencia en la separación de víctima y victimario ya no existía.
Los últimos días: Invulnerabilidad e indefensión El perdón fue descrito por George Roemisch como "el perfume de la violeta que permanece adherido aun al talón que la aplastó."
Pedro escribe acerca de Jesús en su primera carta: [El] sufrió por vosotros, dejándonos ejemplo para que sigáis sus huellas. El que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; él que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia (1 P 2:21-23). Ambas aseveraciones resumen el ejemplo de perdón de Jesús.
En el evangelio de Juan, Jesús dice que "nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15:13). De por sí, esto no es único; miles a través de la historia lo han hecho de ese modo. Lo que es único acerca de Jesús no fue su muerte, ni siquiera la aparente crueldad de ésta, sino la manera en la cual él murió-más a propósito aún fue la forma en que Jesús respondió desde el momento de su arresto hasta la hora de su muerte en el Calvario. Se ha dicho que Jesús no sólo nos enseñó cómo vivir, sino también cómo morir. En su invulnerabilidad e indefensión, Jesús nos legó el más claro ejemplo de perdón, aun frente a su propia muerte. Cuando arrestaron a Jesús en el Huerto de Getsemaní, inmediatamente Pedro salió en defensa de su Maestro. Desenvainó su espada, y arremetió contra uno de los impresionantes soldados y le cortó una oreja. En la percepción de Pedro, Jesús estaba en peligro y necesitaba protección física. No obstante, Jesús estaba enseñando una nueva percepción: un mundo en el cual la gente no podía estar en peligro debido a quiénes eran. Sus mentes sanadas contenían la fortaleza del Cielo, y la protección de Dios iba con ellos. Así pues, Jesús le responde a Pedro: "Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán. ¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?" (Mt 26:52-53). En el evangelio de Lucas se dice más ampliamente que Jesús tocó al soldado que Pedro había herido y lo sanó, con lo cual corrigió el error de Pedro.
A lo largo del abuso psicológico y físico que Jesús soportó durante sus últimos días, jamás levantó una mano ni pronunció una palabra en su defensa. No interfirió con lo que le hacían. Consciente de su verdadera seguridad, permaneció silencioso cuando lo trajeron ante Pilato y le pidieron que se defendiera. Un Pilato incrédulo le preguntó a Jesús: "¿No oyes de cuántas cosas te acusan?" (Mt 27:13). Mateo prosigue su relato: "Pero él a nada respondió, de suerte que el procurador estaba muy sorprendido" (Mt 27:14). Aun cuando los soldados continuaban mofándose y escarneciéndolo, Jesús no hablaba. Fue el perfecto ejemplo de su propio mandato a "ofrecer la otra mejilla." Nada puede hacerte daño, y no debes mostrarle a tu hermano nada que no sea tu plenitud.
Muéstrale que él no puede hacerte daño y que no le guardas rencor, pues, de lo contrario, te estarás guardando rencor a ti mismo. Ese es el significado de: "Ofrécele también la otra mejilla" (T5.IV.4:4-6).
Jesús atravesó estas últimas horas sin ira, dolor o deseo de venganza de clase alguna. Debido a su propia impecabilidad él no podía ver ataque. Así pues, no había necesidad de que se defendiera o de que proyectara culpa o responsabilidad sobre otros. Su absoluta confianza en Dios, la certeza de quién era él, hacían innecesaria, y hasta irrelevante, cualquier defensa.
El punto culminante de todas las lecciones de Jesús de indefensión y perdón fue la crucifixión; ciertamente la más tentadora de todas las situaciones para tornarse defensivo y airado. Además, ciertamente estaba dentro del poder de Jesús salvarse a sí mismo. Los espectadores se mofaban de él, diciéndose unos a otros: "A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse.... Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere" (Mt 27:42-43). Sin embargo, era precisamente porque confiaba en Dios que Jesús podía permanecer en la cruz, sin temor a la muerte. Si bien podían atacar y herir su cuerpo y su persona, su verdadera Identidad en Dios permanecía inexpugnable, más allá de todo peligro.
Mientras colgaba de la cruz, y los demás percibían que estaba en gran sufrimiento y a punto de morir, Jesús descansaba en el seguro Amor de Dios.
Al contemplar a la burlona multitud que clamaba por su muerte, Jesús veía únicamente la necesidad de ayuda de ésta, no su odio. El reconocía que sus acciones procedían del miedo al mensaje de la verdad y a su Padre Que lo había enviado. Ellos no sabían lo que se hacían a sí mismos. Su rabia y sus vituperios se transformaron en peticiones de ayuda ante la percepción amorosa de él, y la ira se hizo imposible.
Vacío de todas las limitaciones humanas que lo habrían separado de la gente que él amaba, Jesús invocó a su Padre en nombre de ellos: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23:34). Esta súplica por el perdón a la gente que estaba delante de él, brotó de ese amor, a través de la visión de toda la humanidad unida en el Padre, imposible de separar por el miedo y la culpa que habrían desmentido la verdad fundamental de la unidad de la creación.
En este único acto de amor se resumió su mensaje. En ese único instante el mundo se transformó. La luz del perdón había llegado al fin al mundo de la obscuridad.
El perdón del especialismo Dejamos a los discípulos, dos capítulos atrás, acurrucados en el aposento alto llenos de terror y de culpa, en espera de cualquier desastrosa venganza que Dios tuviese guardada para ellos. Apiñados en la obscuridad le temían a la luz. La expectativa del ego de lo que pasaría en caso de que Jesús apareciese se expresa en el siguiente chiste, el cual, afortunadamente para nosotros, no es cierto: La mañana de Pascua, Juan ve al Jesús resucitado y corre alocadamente a contárselo a los demás: "Tengo noticias para ustedes. Son buenas; y son malas. La buena es que Jesús ha resucitado de entre los mu***os, tal como había dicho. La mala es que él quiere saber dónde estaban ustedes." La culpa del ego no podía esperar nada más excepto una respuesta airada del Jesús de "mentalidad pecaminosa." De hecho, un Jesús enojado, herido por la traición y el abandono de sus amigos y seguidores más cercanos, todos los que habían jurado no abandonarlo jamás, habría sido la reacción normal de casi cualquier otra persona en una situación como esa. Si Jesús hubiese estado en el estado de ánimo de su ego, identificándose con su cuerpo y conlos cuerpos atacantes de sus acusadores, no habría podido evitar el experimentar sufrimiento físico y psicológico, y de ese modo verse forzado a proyectar la causa de su sufrimiento sobre los demás. Como hemos visto, la mayor tentación para el ego es el deseo de hacer a otros culpables de nuestro sufrimiento, hacerlos responsables por la miseria que en realidad nos hemos ocasionado por medio de nuestras decisiones egoístas. Debido a que Jesús sabía que a él no le estaban haciendo nada, que él era sencillamente el blanco de las proyecciones de aquellos que estaban pidiendo ayuda, él estaba libre de esta tentación. El no era este pedazo de carne magullada que en humillación colgaba de la cruz, como lo veía el mundo, sino el Hijo de Dios en la gloria: el Cristo tal como Dios Lo había creado. Este fue el mensaje de salvación que él vino a enseñar y a demostrar. Así pues, en medio de los discípulos que temblaban de remordimiento y aprensión, "se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: `La paz con vosotros.- y "les mostró las manos y el costado" (Jn 20:19-20). ¿Qué mayor regalo podía un hermano amoroso otorgarles a aquellos que eran el suyo propio, que este saludo de paz cuando todo dentro de ellos era conflicto y confusión? En esas cuatro sencillas palabras que expresan volúmenes -"La paz con vosotros"-Jesús les dice a sus discípulos y a todos nosotros: Mi amor por ustedes antes de sus aparentes pecados es el mismo ahora, y lo será para siempre. Sus pecados no fueron nada excepto una nube pasajera que ocultó al sol por un momento. Pero ahora la nube se ha ido, sin tener efecto alguno sobre el sol, y ustedes pueden ver nuevamente. Cualquiera que sea la culpa de ustedes, por mucho que perciban que su ruindad está por encima del perdón, a pesar del miedo a que nuestra relación estuviese más allá de la restauración-mi amor por ustedes jamás ha cambiado. Sus pecados han sido perdonados, pues mi amor, que procede del Padre, es eterno. Como escribió San Pablo, recipiente en sí mismo del perdón de Jesús: Nada "podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8:39).