
08/05/2025
Lo saludas… pero no lo miras.
Lo corriges… pero no lo escuchas.
Lo tienes cerca… pero estás lejos.”
Estás en casa… pero no estás.
Contestas sus preguntas sin levantar la vista.
Solo hablas cuando hay que corregir.
Y crees que la conexión se construye sola.
Pero no.
La presencia se nota… o se extraña.
Y cuando no estás de verdad,
él aprende a no buscarte.
Y tú lo pierdes… mientras sigues ahí.
Ejemplo real:
Carolina, madre de Emma (13), decía que su hija ya no hablaba con ella.
— “Solo me responde lo justo. Se encierra, no me cuenta nada.”
En una conversación, la terapeuta le preguntó:
— “¿Cuándo fue la última vez que estuviste con ella sin hablar de tareas, deberes o problemas?”
Carolina no supo qué responder.
Al día siguiente, tomó una silla y se sentó junto a Emma mientras ella dibujaba.
No dijo nada. No corrigió. Solo estuvo ahí.
Después de unos minutos de silencio,
Emma levantó la vista y dijo:
— “¿Sabes que a veces siento que me ves solo cuando me equivoco?”
Esa frase rompió el hielo, y el muro.
Desde ese día, Carolina dejó un espacio diario solo para estar.
No para hablar. No para ordenar.
Solo para compartir presencia real.
Y Emma empezó a volver.
Frase práctica:
“Hoy no vengo a darte órdenes. Solo quiero estar cerca.”
A veces no te necesita como guía, juez ni maestro.
Te necesita como refugio.
Y si no estás cuando más te busca…
no te quejes cuando deje de hacerlo.
Estás ahí… pero no estás con él.
Y lo que más duele no es tu ausencia,
es tu presencia vacía.
Porque a veces, lo que más marca a un hijo
no es que lo dejen solo…
es que lo hagan sentir invisible, incluso acompañado.