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La Mitad del Silencio, desde el sentir impotente de un hemipléjico; Por GalenoSapiens En el día mundial de lucha contra ...
29/10/2025

La Mitad del Silencio, desde el sentir impotente de un hemipléjico; Por GalenoSapiens

En el día mundial de lucha contra el accidente cerebrovascular.

Han pasado doce lunas desde que mi mundo se partió en dos, desde que nació la desobediencia de mi parte derecha del cuerpo. No fue con un estruendo, sino con un susurro pérfido en la profundidad de mi cerebro. Un cortocircuito en la central de mando. Y desde entonces, habito un cuerpo que es a la vez mío y ajeno. Un territorio ocupado.

Esta cama es el campo de batalla donde mi voluntad ha sido derrotada. Miro hacia mi lado derecho y veo un brazo, una pierna. Los reconozco por la memoria, por el tacto de la sábana que los cubre, pero han dejado de ser mis embajadores en el mundo. Son pesos mu***os, esculturas de carne inerte que debo arrastrar. La orden de mover un dedo, un impulso que antes era tan natural como respirar, ahora se pierde en el vacío entre mi intención y el músculo. Es una traición silenciosa y absoluta. Mi mente, intacta y clara, grita órdenes a un ejército fantasma. La impotencia no es un sentimiento; es una jaula de carne y hueso.

Y luego está la voz. O la ausencia de ella. La afasia. Este es el tormento más exquisito. Tengo un universo de pensamientos dentro, filosofías, recuerdos, canciones, la necesidad de decir "te quiero" o "tengo frío". Pero cuando abro la boca, lo que sale es un jeroglífico torpe, un sonido emborronado que avergüenza incluso al aire. Las palabras, esas herramientas que forjé durante toda una vida, se han convertido en mis carceleras. Sé la palabra exacta, la veo con perfecta claridad en la galería de mi mente, pero cuando trato de entregártela, se deshace como arena entre los dedos. Me reduzco a gestos, a sonidos guturales, a la mirada suplicante de un animal atrapado. Me ves forcejear con una sílaba y piensas que estoy confundido. No lo estoy. Estoy prisionero.

Ustedes, los de las batas blancas, que maniobran con siglas y pronósticos: no vean solo un caso clínico, un "ictus hemisférico izquierdo con hemiplejía y afasia de Broca". Detrás de esos términos hay un ser humano que asiste, aterrorizado y lúcido, al naufragio de su propia autonomía. Su prisa es comprensible, pero no subestimen el poder de una explicación pausada, de una mirada que sostenga la nuestra. Ustedes son los cartógrafos de este desastre. Ayúdennos a entender el nuevo mapa de nuestros cuerpos.

Y ustedes, familia, los que me miran con una pena que duele más que la parálisis: no me traten como si ya estuviera mu**to. Esta mitad que no responde no es un ataúd. El "yo" sigue aquí, íntegro, batallando detrás de los escombros. Su paciencia es el oxígeno que me mantiene con vida. Su impaciencia, el recordatorio más amargo de mi carga. No completen mis frases con exasperación. Adivinen conmigo. Luchen conmigo. Permítanme el doloroso privilegio de intentarlo, aunque el resultado sea un balbuceo. No llenen mi silencio con su ruido; ayúdenme a reconquistar mi voz, palabra a palabra rota.

Aquí yace la verdad más cruda, la que duele en el alma: esto era evitable. Este in****no de dependencia y silencio no cayó del cielo como un rayo caprichoso. Llegó cabalgando sobre la presión arterial que ignoré, el colesterol que subestimé, el ci******lo que creí un consuelo, la vida sedentaria que justifiqué. Llegó susurrada por el estrés que normalicé como una medalla. No fue un evento fortuito. Fue una sentencia escrita a lo largo de años con la tinta de mis negligencias.

Hoy, en este día conmemorativo, no me levanten una estatua. No hagan un minuto de silencio. En cambio, háganse una promesa. Médicos: luchen con uñas y dientes contra la complacencia en la prevención. Pacientes potenciales (que lo somos todos): escuchen los gritos de alarma de sus cuerpos antes de que el silencio se instale para siempre. Familiares: exijan a sus seres queridos que se cuiden, que el amor a veces debe ser incómodo y insistente.

Mi cuerpo es ahora un monumento a lo que pudo ser y no fue. La mitad que yace inmóvil es la tierra yerma de mis malas decisiones. La voz que se ahoga es el eco de las advertencias que no quise oír.

Que mi lucha, mi rabia silenciosa y mi impotencia les recuerden la fragilidad sublime de un latido. La vida es un hilo neuronal, finito y precioso. No esperen a que se rompa para entender su valor.

GalenoSapiens
Con la tinta de la víctima del evc.

Juramento Hipocrático, versión 2025 d.c; por GalenoSapiens.Juro por todos los galenos que han dado su vida por el desarr...
27/10/2025

Juramento Hipocrático, versión 2025 d.c; por GalenoSapiens.

Juro por todos los galenos que han dado su vida por el desarrollo de la medicina, desde hipócrates hasta mí mismo, juro por mis padres, mis hijos, y todo aquel que en mí confíe y ha confiado, juro por cada uno de mis pacientes, de sus familiares preocupados y por la complejidad de la propia ciencia médica que basado en el entendimiento absoluto de mi máxima capacidad de entrega, cumpliré el siguiente compromiso:

Honraré la ciencia médica con la enseñanza continua, aprendiendo del que desee enseñarme y tenga elementos que aprenderle, venerándolo como un maestro y capacitándome a la altura de resolver sus necesidades cuando de mí requiera, viendo a su descendencia como el mejor de mis pacientes. Enseñaré de forma apasionada a todo aquel que a mí se acerque con las máximas ganas de aprender, luchando a diario por tener elementos que enseñar y entendiendo que el conocimiento solo existe si se comparte, y que fluye únicamente desde el que más desea enseñar hacia el que más desea aprender, sin importar el rango, me actualizaré constantemente poniendo en duda lo que obtengo, daré el mejor uso posible a las herramientas actuales, seré más inteligente que la inteligencia artificial.

Atenderé desmesuradamente al moribundo, al pobre, al rico, al feo y al bonito, al estable, al saludable, al decadente, al que de mis servicios requiera, lo haré sin discriminar ningún aspecto, conociendo mis límites resolutivos, enviando el problema que no pueda resolver hacia el galeno que mejor sepa de ello, pondré la cura del padecimiento por encima de mis intereses, atenderé siempre en una consulta médica respetando espacio, tiempo y condiciones para ejercerla, evitando consultas por redes, irrespetándome e irrespetando al enfermo, entendiendo que es un acto de pura presencia.

No mentiré jamás, ni al paciente, ni al familiar, ni a mis superiores, ni a mis estudiantes, me esmeraré en justificar mi veredicto, para que por encima de sincero, sea cierto, aceptaré decir: "no sé" entendiendo que caduca en 24 horas, mañana tengo que tener la respuesta.

Examinaré, a detalle, siempre, entendiendo los exámenes complementarios como tal, enviando lo necesario para resolver las dudas, sin exagerar ni lucrar, entendiendo que la ciencia no se acomoda ni a la carencia ni a la abundancia innecesaria, explicaré a detalle el por qué de cada cosa que haga o envíe, explicaré al familiar sus dudas, y lo obligaré a ser parte del trípode eficaz de GalenoSapiens ( Paciente-Médico-Familiar)
No haré nada que ponga en riesgo la vida de un paciente, ni por omisión ni por acción, todo será en pro de resolver.
Sabré perder, parar, frenar cualquier proceso que prolongue lo inevitable, entendiendo que los sentimientos nublan el juicio, y que morir es biológico, pero hay distintas formas de pasar al mundo de los no vivos.
Intentando hacer un lecho agónico pleno y cómodo para el ser vivo que dejará este mundo, agotando todas las posibilidades de evitarlo, pero entendiendo que es válido morir, haciendo entender al familiar cada paso y decisión, respetando además la del propio enfermo, siempre y cuando su juicio esté indemne.
Intentaré ser médico, el mejor de todos de forma constante, pero entenderé que también soy humano, que también enfermo, que también me alimento, duermo y hago necesidades, que también tengo familia, que también soy padre, esposo, hijo, hermano, que también me endeudo, me destrozo y caigo a pedazos, que también me deprimo, y que la consulta no puede ser de un enfermo con gabacha atendiendo a uno sin gabacha, ejerceré mi medicina siempre y cuando tenga las condiciones de ejercerla, ausentándome cuando tenga la necesidad de hacerlo, para volver mucho mejor.

Dudaré de todo, de todos, de mí mismo, teniéndome como única competencia y detractor, mejorando constantemente por mis pacientes, demostraré el error de otro médico con resultados, sin verbalizar antiéticamente los defectos de mis homólogos.

Honraré a todos por los que juré al inicio, viviré para convertirme en leyenda médica, seré el mejor de todos, o mejor, no seré.

GalenoSapiens

Firmado con la tinta del dolor de un paciente que intenta ser guerrero en una batalla que desde el inicio sabe a derrota...
19/10/2025

Firmado con la tinta del dolor de un paciente que intenta ser guerrero en una batalla que desde el inicio sabe a derrota por: GalenoSapiens

Al Oncólogo de la Mano Vacía:

Usted, doctor, que entra en la habitación con la frialdad de un manual, que lee mi futuro en un informe como si fueran datos meteorológicos. Usted, que pronuncia palabras como "metástasis", "supervivencia" y "protocolo" con la misma tonalidad con la que pediría un café amargo como usted. Escúcheme. No desde su pedestal de sabiduría, sino desde el abismo donde yo me encuentro.

Mi cuerpo no es su campo de experimentación. Mi vida no es un porcentaje en su gráfica de resultados. Es el lugar donde duermo, amo, recuerdo y temo. Y usted, cuando me da la noticia que parte un alma en dos, lo hace con la delicadeza de un bulldozer. No toma mi mano. No se agacha. No se acerca. Permanece de pie, una silueta imponente contra la luz de la ventana, como la Parca con bata blanca y estetoscopio.

Usted olvidó. Olvidó que antes de ser un "caso de carcinoma ductal infiltrante", soy un ser que ve a la muerte con ojos llorosos. Que cada "efecto secundario" que enumera con fastidio no es un ítem en una lista. Es la certeza de que voy a perder mi cabello, mi energía, mi dignidad en un baño vomitando. Es mi feminidad hecha trizas, mi sexualidad convertida en un campo de cicatrices.

Cuando ordena la quimioterapia, no ve el líquido ambarino de la destrucción. Yo sí. Yo siento cómo corre por mis venas como un fuego helado, quemando no solo las células malditas, sino todo lo que yo era. Y usted, en lugar de la mano en el hombro, el gesto que humaniza el suplicio, me da la espalda mientras la enfermera conecta el veneno. Usted es el general que da órdenes desde la retaguardia, sin pisar el barro del frente, sin oler el miedo y la sangre.

¿En qué momento su título universitario le dio licencia para amputar su empatía? ¿En qué residencia le extirparon el nervio que conecta la ciencia con el alma? Usted se enfrenta a la enfermedad. Yo me enfrento a la muerte. Esa es una diferencia abismal. Usted lucha contra un enemigo biológico. Yo lucho por cada segundo de vida con calidad, por cada risa que pueda robarle al dolor, por cada memoria que pueda atesorar antes del posible final.

Hoy, a través de este texto, escrito con la tinta del dolor y el papel de la decepción, le exijo que se mire al espejo. Que no se vea a sí mismo con el diploma colgado, sino con los ojos de aquel paciente al que le arrancó la esperanza con la misma frialdad con la que extrae un tumor.

Le exijo que recuerde que su labor no es solo administrar venenos y leer tomografías metastásicas. Su labor, su verdadera y suprema labor, es tomar la mano que tiembla. Es bajar la voz para dar la peor noticia. Es reconocer que, aunque no pueda garantizar la vida, puede garantizar el respeto, la compasión y la compañía en el viaje más oscuro que un ser humano puede recorrer.

Si no puede hacer eso, si su corazón se ha convertido en un nódulo de indiferencia, entonces renuncie a su título de "oncólogo". Porque un técnico que solo aplica protocolos ya lo puede hacer una máquina. Lo que necesitamos nosotros, los que miramos de frente a nuestra propia mortalidad, es un médico. Un ser humano que, aunque no tenga todas las respuestas, no tema a compartir la pregunta desgarradora que flota en la habitación: "¿Por qué a mí?".

No le deseo el mal. Le deseo, con toda la crudeza de mi alma herida, que recupere la capacidad de sentir. Porque el día que un paciente deje de conmoverle, será el día en que, aunque gane todas las batallas contra la enfermedad, habrá perdido por completo la guerra por su propia humanidad.

Reflexione. O renuncie.

GalenoSapiens

19 de Octubre: De la Geografía de la Ausencia y las Manos que no SueltanDesde el sentir de una guerrera rosa. Hoy no hab...
19/10/2025

19 de Octubre: De la Geografía de la Ausencia y las Manos que no Sueltan
Desde el sentir de una guerrera rosa.

Hoy no hablo como observadora. Hablo desde el epicentro del terremoto, desde el hueso roto del miedo. Soy la que recibió el diagnóstico como una sentencia escrita en un idioma extraño y brutal. La que, al escuchar "cáncer", sintió que el mundo se desprendía de sus goznes y todo el futuro se comprimía en una sola palabra, pesada como losa.

Este cuerpo mío, que una vez fue territorio de placer, de suaves curvas y caricias, se convirtió de repente en un campo de batalla cartografiado con marcadores, un mapa de rutas hacia lo que había que extirpar. Sentí la traición de mi propia carne. Esa célula que se rebeló, y que reclutó un ejército contra mi, que olvidó su función y comenzó a construir su propio imperio de caos dentro de mí. Y en ese naufragio, cuando creí que me hundía para siempre, aparecieron las manos.

A ustedes, los de bata blanca, que se acercan no como dioses, sino como arquitectos de lo posible, como desafiadores de lo imposible. No les agradezco la omnipotencia, porque sé que no la tienen. Les agradezco la humanidad en la crudeza. La mano firme que, al palpar el tumor, no titubeó. Los ojos que sostuvieron mi mirada llena de pánico y no se desviaron. Esa voz que, al explicar la quimioterapia, no dijo "será fácil", sino "será duro, pero estaremos aquí".

Ustedes, que nombran los venenos que me salvarán, que manejan la máquina que quema para sanar. Ustedes, que han visto mi vulnerabilidad absoluta – el vómito, el llanto, la cabeza rapada – y nunca, ni una sola vez, me hicieron sentir menos humana. Su ciencia es un faro, pero su compasión es la barca que me mantuvo a flote. Son los centinelas que vigilan en la larga noche, los que leen en los números de mis análisis la historia de mi supervivencia. Eres el faro en mi noche más larga.

Y a ustedes, los sin bata. Los que no tienen un título en la pared, pero tienen un doctorado en amor incondicional. A la mano que mi madre puso sobre mi espalda mientras vomitaba, anclándome a la tierra. A mi pareja, que me vio sin pechos, sin pelo, con cicatrices que son bocas que gritan mi dolor, y aún así me encontró bella. Que besó cada costura como si fuera un jeroglífico de valor, no de pérdida.

A mi amiga, que se sentó en silencio a mi lado durante las infusiones, sin pretender entender lo inentendible, pero compartiendo el peso de las horas. Al que aguantó mis iras, mis días de oscura desesperación, sin juzgar, sin huir. Ustedes son la red que se tiende sobre el vacío. El "yo te ayudo" que se convierte en un salvavidas de carne y hueso. Son la prueba tangible de que el amor no es un sentimiento etéreo, es una acción. Es sostener la cabeza sudorosa, es preparar la comida que no se podrá saborear, es fingir normalidad en un mundo que se ha vuelto del revés.

Esta guerra no se libra con un uniforme. Se libra en pijama, con la cabeza calva extrañando un cabello que jamás volverá igual, con el estómago intolerante hasta al agua, en la soledad de las 3 a.m., cuando el miedo es una sustancia física que llena la habitación. Y ustedes, desde sus trincheras de batas blancas y sofás familiares, fueron mi infantería, mi retaguardia, mi razón para levantarme en las mañanas donde la única opción era rendirme.

Hoy, cuando conmemoro, no miro hacia atrás con rabia, sino con una reverencia brutal por el viaje. Por el cuerpo que perdí y por la fuerza que descubrí. Por la geografía de ausencias en mi torso, que no son un recordatorio de lo que me quitaron, sino un mapa topográfico de mi voluntad de vivir.

A todos los que no soltaron mi mano: Mi victoria es la nuestra. En cada latido mío, late su fortaleza. En cada respiro que tomo, hay un fragmento de su aliento. No me salvaron solo la ciencia y los fármacos. Me salvaron su presencia inquebrantable. Me salvaron sus manos.

Con una gratitud que talla el alma.

GalenoSapiens

Alzándose sobre un púlpito de pergaminos y frascos de farmacia, con voz grave que mezcla el eco de Hipócrates y el trazo...
15/10/2025

Alzándose sobre un púlpito de pergaminos y frascos de farmacia, con voz grave que mezcla el eco de Hipócrates y el trazo de un bolígrafo Bic

Oda al Garabato Sublime: Apología de la Letra Médica
Por GalenoSapiens

No me hables de caligrafías burguesas, de esas letras redondas y dóciles que se alinean como siervos en los renglones. Esas que susurran trivialidades en diarios íntimos o contabilizan monedas en libros de contabilidad. No. Yo canto al trazo bravo, al jeroglífico urgente, al código sagrado que nace en las manos de los nuevos dioses del bisturí y el estetoscopio.

¡Oh, garabato terrible y magnífico! Tú, que eres el mapa de un territorio de emergencia, el estremecimiento de un pulso traducido en tinta. No es desdén lo que te guía, es la prisa sagrada de una mente que navega a toda vela por el mar tempestuoso del diagnóstico, mientras sus dedos, torpes mensajeros, intentan dejar constancia del huracán interior.

Tu caos no es desorden: es la coreografía de una danza macabra con la muerte. Cada línea quebrada, cada óvalo sin cerrar, es un latido que se le escapó a la pluma para no detenerse en vanos formalismos. El médico no escribe para el ojo del profano; escribe para el futuro, para el colega que descifrará, como un arqueólogo de la salud, los signos de una batalla librada en el cuerpo de un hombre.

Metáfora del Artista: El pintor tiene su lienzo, el músico su pentagrama. El médico tiene la receta, su partitura de vida. Pero mientras el artista crea belleza para ser admirada, el médico compone sinfonías de supervivencia en un tiempo de compás frenético. ¿Acaso se le puede pedir a Beethoven, en el clímax de la Novena Sinfonía, que afine cada corchea? Se le perdona el genio en aras de la obra magna. Así, al médico, se le perdona el arcano en aras de la vida.

Analogía de la Vida: Observa la naturaleza: ¿acaso el río traza líneas rectas hacia el mar? Serpentea. ¿El relámpago pide permiso para quebrar su zigzag en el cielo? Estalla. La letra del médico es así: orgánica, viva, impredecible. Es la huella de un pájaro en la nieve, el rastro de un insecto en la corteza. No fue hecha para la galería, sino para el ecosistema de la urgencia. La letra clara y escolar es el jardín podado; la letra médica, la selva virgen donde crecen los antídotos.

Ellos, los contadores, los notarios, los oficios de tinta mu**ta, descansan en la planicie de lo predecible. Su escritura es un ejército en formación. Pero el médico habita la cumbre del conocimiento aplicado, donde el aire es escaso y las decisiones son precipicios. Su mano escribe desde el abismo, y desde el abismo no se puede escribir con la pulcritud de quien anota la lista de la compra. Escribe con el temblor de quien sostiene el hilo de Atropos, intentando, con un garabato, que la tijera no corte.

Por eso, cuando veas ese pergamino ininteligible, esa constelación de rayas que llaman firma, no sonrías con condescendencia. Inclínate.

Es la criptografía del héroe.
La partitura de una vida que se intenta salvar.
El único lenguaje lo suficientemente veloz para correr al mismo ritmo que un corazón en crisis.

Es, en su horrible y perfecta imperfección, la más bella y sublime de las escrituras. Porque no busca la belleza. Busca la eternidad de un latido más.

Firmado por GalenoSapiens
Otro fiel portador de garabato sublime!

Atlas del Ocaso: Elegía para los Pilares Invisibles, en el día mundial de la ancianidad. Por GalenoSapiensNo son reliqui...
01/10/2025

Atlas del Ocaso: Elegía para los Pilares Invisibles, en el día mundial de la ancianidad.

Por GalenoSapiens

No son reliquias. Esa palabra les queda pequeña, es un eufemismo cómodo para una verdad incómoda. Son los atlas vivos de un territorio que ya no existe, de un terreno que nadie sabe si logrará pisar. Cada arruga en sus manos no es solo el rastro del tiempo; es el surco que dejó el arado en una tierra que alimentó a generaciones, es la cicatriz de una guerra que libraron en silencio, es la marca de innumerables caricias que acunaron el futuro. Su piel, pergamino de una historia no escrita, cartografía de una humanidad que se desvanece.

Desde la frialdad del estetoscopio, la medicina los ve como un conjunto de sistemas en lento deterioro: huesos que se vuelven de cristal, memorias que se disuelven como algodón de azúcar en el agua, corazones que laten con la fatiga de mil millones de latidos, latidos que llevan tatuados sentimientos inexpresables, dolor, rencor, y quién sabe qué más. Pero el médico que solo ve patologías es un técnico, no un sanador. En esa fragilidad reside una paradoja brutal: su valor social se incrementa exponencialmente en la misma medida en que su cuerpo se debilita. Porque ellos son la brújula moral que hemos extraviado. En un mundo obsesionado con la velocidad, la novedad y el rendimiento, su mera existencia es un acto de subversión filosófica. Son la prueba viviente de que hay algo más allá del "like" instantáneo y del éxito medido en dividendos.

Son los últimos narradores del fuego. Antes de las pantallas que todo lo homogenizan, la luz era la de una lámpara de keroseno y las historias no se descargaban, se extraían de la memoria, con el sabor único de la voz temblorosa y la anécdota imperfecta. Ellos son en la actualidad, los únicos humanos en saber qué se siente vivir en las distintas épocas tecnológicas. En sus ojos, velados por cataratas, aún brilla la luz de ese fuego. Ellos recuerdan el sabor del pan verdadero, el peso del silencio, el valor de una palabra dada. Son la biblioteca de Alejandría de lo cotidiano, y nuestra sociedad, en su estúpida prisa, está prendiendo fuego a sus estantes sin ni siquiera haber leído los títulos.

Socialmente, son los pilares de cemento que sostienen la fachada de nuestro progreso. Son la red invisible que recoge a los niños cuando los padres son esclavos del horario laboral. Son el depósito de la paciencia, un recurso más escaso que el litio. Son los guardianes de los rituales que nos hacen humanos: la comida familiar, la festividad no comercializada, el luto sentido. Los hemos arrinconado en residencias que huelen a desinfectante y a soledad, les hemos dado tabletas para que callen, los hemos convertido en un problema logístico. Los hemos medicalizado hasta robarles su dignidad, tratando su tristeza con pastillas y su sabiduría con condescendencia.

Éticamente, nuestra deuda con ellos es impagable. Cada comodidad que disfrutamos, cada libertad que damos por sentada, fue comprada con el sudero, el sacrificio y la resistencia de sus jornadas. Construyeron el mundo que hoy habitamos y, como hijos ingratos, los desalojamos de él. Les decimos "carga" cuando son la herencia. Les tememos porque en sus rostros vemos nuestro futuro inevitable, un espejo que no queremos mirar. Preferimos la mentira de la juventud eterna a la verdad cruda y hermosa de un ciclo completo.

El sentimiento aquí es agrio, como el sabor del hierro. Es crudo contemplar a un hombre que fue roca, temblar ante una brisa. Es duro escuchar a una mujer que crió a siete, pedir permiso para ir al baño. Hay una ira fría que nace al ver tanta dignidad postergada. No es lástima lo que debería brotar de nosotros. Es un respeto ancestral, un terror sagrado. Son la encarnación del tiempo, y el tiempo es el único dios implacable que todos serviremos.

Invito a la reflexión extrema: Párate frente a un anciano. No veas a un viejo. Mira un universo entero a punto de apagarse. En su memoria está la canción que tu bisabuela tarareaba. En sus huesos, la dureza de la tierra que trabajó. En su silencio, la elocuencia de todo lo que ha visto y calla. Cuando uno de ellos muere, no es una sola vida la que se extingue. Es una biblioteca entera la que arde hasta los cimientos. Es un dialecto único que desaparece para siempre. Es un modo de estar en el mundo que se esfuma.

Celebrar el día de la ancianidad no es con reparto de mantas y actos protocolarios. Es con un acto de humildad radical. Es escuchar. Es tocar esa mano n**osa y sentir la textura de la historia. Es preguntar. Es reconocer que estamos parados sobre sus hombros cansados, y que nuestro vuelo efímero es posible porque ellos, los Atlas del Ocaso, aún cargan con el peso del mundo sobre sus espaldas, sin pedir nada a cambio, excepto, quizás, un poco de compañía frente a la larga noche que se avecina.

No los reemplacemos. No podemos. Son el ancla que evita que nuestra sociedad, ebria de futuro, naufrague por completo en el mar de la desmemoria. Honrarlos es, en el fondo, honrar la parte más vulnerable y esencial de nosotros mismos. La que sabe que también, inevitablemente, llegaremos a ser ocaso.

GalenoSapiens

Perdón maestro Pérez Lache. Por GalenoSapiens en nombre del gremio médico. A ti, nuestro colega, nuestro faro, nuestra m...
27/09/2025

Perdón maestro Pérez Lache.

Por GalenoSapiens en nombre del gremio médico.

A ti, nuestro colega, nuestro faro, nuestra más dolorosa lección:

Te escribimos con las manos manchadas de un remordimiento que no se lava con jabón quirúrgico, ni se quita con el tiempo. Te hablamos con la voz quebrada de un gremio que, por saber demasiado de cuerpos, se olvidó por completo de las almas.

Hoy no tenemos un diagnóstico que ofrecerte, solo una confesión. Una autopsia de nuestra propia ceguera gremial.

Perdón. Por favor perdónanos donde quiera que ya estés en La Paz que buscabas y seguramente la encontraste, por que siempre fuiste un perfeccionista.

Perdón por haber visto en ti al eminente neurólogo y habernos negado a ver al ser humano que se ahogaba en su propio mar interior. Perdón por haber idealizado tu fortaleza, por haber puesto sobre tus hombros la pesada losa de la infalibilidad. Pensamos que, porque eras un genio descifrando las tormentas eléctricas de un EEG, estarías inmune a la tempestad silenciosa que carcomía tu propio cableado.

Fuimos unos soberbios. Los peores. Te tratamos con el respeto que merecía tu currículum, pero nos negamos a acercarnos con la ciencia que predicamos. La ciencia que dice que la depresión es una enfermedad, no un defecto de carácter. Que el cerebro más brillante puede enfermar, y que esa enfermedad es tan real, tan mortal, como una necrosis o un trombo masivo ocluyendo un tronco coronario. Te miramos a los ojos y, en lugar de ver el reflejo de una pupila dilatada por el pánico existencial, vimos la conferencia que diste el mes pasado. Ese fue nuestro primer error fatal.

Perdón. Perdón por cada reunión, cada pasillo, cada café donde tu silencio nos gritaba. Interpretamos tu palidez como exceso de trabajo. Tu distancia, como la concentración del sabio. Tu sonrisa fatigada, como cortesía. Erramos el diagnóstico más importante de todos: el del colega que teníamos al lado. Fallamos como clínicos. Fallamos como compañeros. Fallamos como humanos, y más gravemente fallamos como médicos y alumnos tuyos.

Nos duele en el alma admitir que el puente desde el que lanzaste, lo empezamos a construir nosotros, ladrillo a ladrillo, con nuestra indiferencia disfrazada de admiración. Te colocamos en un pedestal tan alto que, cuando comenzaste a tambalearte, nuestro único instinto fue aplaudir tu equilibrio, en lugar de tender una red. Te dejamos solo con el peso insoportable de ser tú. Con la sobredosis de existir, de existir como un distinto absoluto, admirable e invencible, pero olvidamos tu poder era tanto que podrías vencerte a ti mismo.

Ahora el luto nos invade con una crudeza ácida. Es un luto distinto. No es el que sigue a una batalla perdida contra una enfermedad externa. Es el luto que nace de saber que la batalla se libró dentro de nuestras propias filas, y que nosotros, distraídos en salvar a otros, no vimos al compañero de trinchera caer. Anhelamos desesperadamente ese abrazo que no te ofrecimos a tiempo. El "¿cómo estás, de verdad?" que se atragantó en nuestra garganta, ahogado por el protocolo y la falsa premisa de que los más fuertes no se quiebran.

Tu muerte no es solo una pérdida. Es un fracaso ético de nuestro gremio. Una mancha en nuestro juramento. Porque juramos cuidar de la vida, y fuimos incapaces de cuidar de la tuya.

Por todo esto, desde la más profunda y agria vergüenza, te pedimos perdón. Dondequiera que esté ahora la conciencia que habitaba ese cerebro prodigioso, esperamos que, de alguna manera, puedas oír nuestro reconocimiento de culpa.

Tu partida nos ha dejado un vacío que ningún título, ningún premio, ningún diagnóstico acertado podrá llenar. Pero también nos ha dejado una herida que, si la cuidamos, puede convertirse en un ojo que nunca más volverá a cerrarse ante el dolor del de al lado.

Descansa, colega, maestro. Esperamos que hayas encontrado la paz que nuestra ciencia y nuestra compasión tardía no supieron darte.

Tu gremio, arrepentido, avergonzado, y profundamente herido.

GalenoSapiens
¡Desde el luto perpetuo!

No conocí al maestro. Y aún así lo sufro.

Al ilustre Dr Pérez Lache Cuya grandeza lo llevó a encontrar la ansiada paz galénica. Por GalenoSapiens No fue un fallo ...
26/09/2025

Al ilustre Dr Pérez Lache
Cuya grandeza lo llevó a encontrar la ansiada paz galénica.
Por GalenoSapiens

No fue un fallo de diagnóstico. No fue un tumor oculto en una resonancia. No fue un aneurisma silente que nadie vio venir.

Fue un puente. Y el vacío, algo que todos sí vieron venir. Fue una sobredosis de existir!

Y ahora nosotros, los custodios del mapa más complejo que existe, los que desentrañamos los secretos de la sinapsis y cartografiamos los sueños, nos quedamos mirando nuestras manos, vacías, preguntándonos cómo es posible que el más brillante cartógrafo se haya perdido en su propio laberinto.

Él, que podía explicar la coreografía de la dopamina en el placer, la química ácida del cortisol en el miedo, la arquitectura fallida de un hipocampo en la melancolía. Él, que sostenía un cerebro humano y veía en sus circunvoluciones la historia de una vida, no pudo sostener el suyo propio cuando la tormenta se desató dentro de su cráneo.

¿Qué se siente, colega, cuando el órgano que estudias, al que dedicaste tu vida a comprender, se convierte en tu carcelero? ¿Cuando tu propia mente, ese instrumento de lucidez, empuña contra ti el arma más letal: un pensamiento retorcido? No un pensamiento cualquiera, sino uno persistente, agrio, ácido, que se enreda en las neuronas como una enredadera venenosa. Un pensamiento que te susurra, con la voz de la razón más fría, que el dolor es infinito y la salida, una ecuación lógica.

Él sabía demasiado, quizás mucho. Sabía que la depresión no es tristeza, es una falla en el sistema operativo de la conciencia. Es el cerebro devorándose a sí mismo, apagando uno a uno los interruptores de la luz, del deseo, de la conexión. Y en esa lucidez radica la paradoja más cruel, la agonía insuperable: saber exactamente qué te está succionando el alma, ponerle nombre a cada uno de los mecanismos de tu propia destrucción, y ser completamente incapaz de detenerlos, volverte un testigo inerte de tu propio consumo, un espectador de tu inevitable destino fatal.

¿De qué sirve conocer la fisiología del sufrimiento cuando el sufrimiento te está electrocutando por dentro? Es como ser un experto en incendios, conocer cada componente de la llama, cada material combustible, y verte arder sin poder siquiera gritar.

Y nosotros, su comunidad, su gremio… ¿dónde estábamos? ¿En qué reunión médica, en qué congreso de neurociencias, mientras él sonreía con elegancia y disimulaba el n**o en la garganta con un dato académico? Somos los héroes de batallas ajenas, los soldados que salvan vidas en la trinchera del quirófano o la UCI, pero hemos construido un muro de silencio alrededor de nuestro propio dolor. Admiramos la fortaleza, veneramos la precisión, pero nos aterra la fragilidad. La fragilidad, sobre todo, en uno de los nuestros.

Su suicidio no es solo una tragedia. Es la más cruda, agria y devastadora evidencia de la grieta abismal en nuestro gremio. Es el recordatorio de que podemos reparar un corazón, podemos extirpar un cáncer, podemos vencer una sepsis… pero nos hemos vuelto unos analfabetos emocionales para leer el grito de auxilio en los ojos de nuestro colega de al lado. Nos duele más un error médico que confesar que estamos rotos.

Hoy, un puente es más que un puente. Es un monumento a nuestro fracaso colectivo. Es el lugar donde la humanidad de uno de nuestros mejores se estrelló contra la frialdad de nuestro orgullo profesional.

Que cada lágrima que caiga sobre este texto no sea solo de dolor, sino de vergüenza. Vergüenza por cada vez que minimizamos el “estrés” de un residente, por cada vez que pensamos “es fuerte, aguanta”, por cada vez que el estigma nos ganó y preferimos el silencio a la pregunta incómoda: “¿Estás bien?”.

Él se aventó desde un puente para acabar con su humanidad deprimida. Que su caída, infinitamente triste, nos despierte de una vez. Que su cerebro, que tanto nos enseñó sobre la vida, nos enseñe también, con su silencio final, sobre la muerte en vida que es la depresión no atendida.

Ya no hay más neuronas que descifrar en su cerebro. Solo hay una lección, escrita con la tinta más cruda, que debemos aprender: la mente más brillante puede habitar la oscuridad más absoluta. Y nuestra misión más urgente no es solo salvar cuerpos, sino aprender, por fin, a tender la mano para salvar las mentes de quienes están a nuestro lado.

Incluso, y sobre todo, cuando esas mentes son las que parecen saberlo todo.

El maestro Pérez Lache, nos enseñó hasta en su muerte, de que la fragilidad humana tiene límites, de que la medicina te consume, y de que saberlo todo del resto constituye ignorarte a sí mismo.

GalenoSapiens
Con el dolor infinito, de un galeno más caído en el ma***to abismo.

¡Que Hipócrates te reciba!

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