04/09/2025
Excelente enseñanza para todos.
En el mercado de San Jacinto, dos puestos de empanadas miraban a la misma calle.
A la izquierda, Don Nando con su toldo nuevo, luces, parlantes y carteles de “2x1”.
A la derecha, Doña Rosa, un puesto sencillo, limpio, con un mantel planchado y una pizarra que decía: “Si no te encanta, te la cambio.”
Cada tarde, la escena se repetía: la fila de Rosa doblaba la esquina; el puesto de Nando quedaba casi vacío.
—Tienen suerte —murmuraba Nando, apretando los dientes—. O seguro hacen truco.
Para competir, bajó precios, subió la música y anunció promociones. Llegó gente por curiosidad, sí, pero pocos volvían. “Estaban frías”, “muy grasosas”, “me atendieron apurado”, decían al irse.
Nando, con envidia, miraba cómo Rosa atendía:
—¡Doña Elvira, sin ají, como le gusta!
—Mateo, ¿cómo va la escuela? Prueba esta nueva, horneada.
Si alguien se quejaba, Rosa sonreía y respondía:
—Gracias por decírmelo. Aquí tienes otra, calentita.
Y si no había masa recién hecha, decía la verdad:
—Te la preparo en diez minutos o vuelves y te guardo una. Tú decide.
Una tarde de sábado, el aceite de Rosa se echó a perder y su cocina se detuvo. La fila se desarmó entre suspiros.
—Hoy no trabajo —dijo Rosa, apurada y sincera—. No voy a servirte algo que no comería yo.
Nando sintió un pinchazo de triunfo.
—¡Por fin mi oportunidad! —pensó, y bajó aún más los precios.
La gente se acercó a su puesto. Los primeros bocados fueron veloces… y las caras, tibias. Nando apuraba pedidos, mezclaba rellenos, se olvidaba de saludar.
Entonces ocurrió algo que no esperaba: Rosa cruzó la calle con una bandeja y le habló al oído.
—Nando, me quedé sin cocina, ¿me alquilas tu plancha una hora? Te pago. Y si la fila se te desborda, yo te ayudo a atender con calma.
Nando parpadeó. No entendía. ¿No eran competencia?
—Haz lo que quieras —dijo, aún frío.
Rosa se puso el delantal, limpió la plancha, calentó, y sin invadir, empezó a ayudarle con su propia clientela:
—Doña Elvira, aquí está su empanada sin ají. Si no está a su gusto, se la cambio.
—Mateo, espera que salga de la plancha. Te la doy bien doradita.
Nando observó, sorprendido, cómo los rostros cambiaban. Rosa no hablaba de ella, cuidaba a la gente de él. Al terminar, le pagó el alquiler de la plancha, le dejó aceite nuevo y se retiró.
Esa noche, Nando no encendió los parlantes. Se sentó con un cuaderno y anotó lo que había visto:
• Llamar a la gente por su nombre.
• Servir caliente y parejo.
• Decir la verdad si algo falla.
• Cambiar sin discutir.
• Mantel limpio, manos limpias, mirada atenta.
Al día siguiente, cambió su cartel de “2x1” por una pizarra:
“Si no te encanta, te la cambio.”
Bajó la música, subió la calidad. Saludó, escuchó, corrigió. Cuando algo salía mal, agradecía el reclamo y arreglaba. Y, de vez en cuando, mandaba gente a Rosa si él no daba abasto.
Las semanas pasaron. La envidia se volvió respeto. Los dos puestos tenían fila, distinta pero constante. Un cliente nuevo preguntó a Nando:
—¿Cómo hizo para llenarse así, si antes estaba vacío?
Nando sonrió, mirando de reojo a la esquina de Rosa.
—Aprendí que la mejor promoción es cómo atiendes. El resto es ruido.
Rosa, desde su lado, levantó el pulgar. Nando respondió con un gesto corto, agradecido.
Bajo ambas pizarras, el mercado repetía la lección cada tarde: quien atiende con calidad no se queda mucho tiempo sin clientes; puede tardar, pero la fila siempre encuentra el camino.
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Reflexión:
Los precios atraen una vez; la calidad y el trato hacen que la gente vuelva. La envidia no vende: servir mejor sí. Cuando pones el corazón en cada detalle, los clientes llegan… y se quedan.
¿Qué detalles valoras más cuando alguien te atiende?