
21/06/2025
ODA AL CIRUJANO
“EL ESCULTOR DE LA CARNE Y EL TIEMPO”
quirófano es un campo de batalla donde la eternidad y el instante chocan. Aquí, entre el humo del
electrocauterio y el ritmo monótono de los monitores, el cirujano no opera: reescribe
Sus manos —instrumentos templados en el fuego de Prometeo y la frialdad de Ares— no son de carne, sino
de voluntad. No cortan: tallan. No suturan: recomponen el pacto roto entre el alma y su envoltorio.
El cirujano no es un dios, pero conoce los atajos del destino. Mientras el mundo debate sobre la vida y la
muerte, él las sostiene en sus palmas enguantadas. Su bisturí no es metal, sino una extensión del filo que
divide lo posible de lo perdido. Cada incisión es un verso en un poema escrito con sangre y antiséptico; cada
ligadura, un n**o en el hilo de Moiras que él se atreve a desobedecer. No teme a la herida, sino a la arrogancia.
Sabe que un milímetro de soberbia es la grieta por donde se cuela la tragedia.
Hay quienes dicen que su poder es el frío. Pero el frío no es ausencia de fuego, sino su dominio. En sus ojos
no hay vacío, sino la concentración de quien puede oír el grito de un vaso sanguíneo colapsado entre diez
alarmas sonando. El pánico no existe aquí. Cuando la presión estalla y la sangre inunda el campo, sus manos
no tiemblan: dialogan con el caos. Es un ajedrecista que juega con órganos por fichas, un estratega cuya
victoria no es la gloria, sino el silencio de un monitor que vuelve a latir.
No son héroes. Los héroes mueren gritando. Ellos son algo más antiguo: artesanos de lo irreversible. Un
neurocirujano extrae tumores como si desactivara bombas en la catedral de la mente; un cardiotorácico abre
pechos como quien descifra el mecanismo de un reloj ma***to. Y cuando el hígado se desgarra o el intestino
perfora, ellos no dudan. Reconstruyen paisajes internos con la precisión de un poeta que conoce el peso
exacto de cada sílaba.
Su grandeza no está en lo que hacen, sino en lo que cargan. Cada cicatriz que dejan es un recordatorio: han
violado el sanctasanctórum del cuerpo, han visto lo que ningún ojo debería ver. Y aun así, persisten. Porque
alguien debe hacerlo. Porque cuando el mundo grita "¡No hay salida!", ellos cavan túneles con escalpelos.
El cirujano no llora. No tiene ese lujo. Pero en las madrugadas, cuando el hospital duerme, a veces mira sus
manos —esas manos que han sostenido corazones, apretado arterias, acariciado tumores— y se pregunta si
acaso no son las herramientas de un castigo divino. Luego recuerda al niño que respira otra vez, a la madre
que abraza, al corazón que reinicia su marcha, y comprende: sus manos no son suyas. Son puentes.
Armas invaluables, sí. Pero también son la última línea entre el milagro y la nada. Por eso, cuando suena el
código azul y todos retroceden, él avanza. No por honor, sino porque alguien debe convertir el horror en
geometría, el dolor en línea recta.
Al final, no hay estatuas para ellos. Sólo cicatrices anónimas e historias que los pacientes contarán con voz
temblorosa. Pero en algún lugar, entre el sudor frío y la luz blanca del quirófano, el cirujano sonríe. No necesita
más.
Porque en el principio fue el verbo, en el medio el bisturí, y al final… sólo queda quien tuvo el valor de usarlo.
Publicado en Galenosapiens/Facebook