09/07/2025
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El hombre que no sabe escuchar el dolor de quien ama, muchas veces tampoco ha aprendido a escuchar el suyo.
Cuando una mujer le habla con el corazón abierto, con la voz temblando pero firme, el hombre que no ha sanado sus raíces lo percibe como un ataque. No porque ella grite, sino porque él fue criado entre silencios que lo endurecieron. Para muchos hombres, la expresión emocional no fue un lenguaje seguro; fue un territorio de vergüenza, juicio o abandono. Aprendieron a reaccionar, no a recibir.
Y así, ante el llanto o el reclamo amoroso, emerge una armadura invisible: defensiva, fría, incluso cruel. No es maldad. Es una forma inconsciente de proteger una herida que ni siquiera sabe que tiene.
Desde la biodescodificación, sabemos que el hombre que no sabe sostener la vulnerabilidad ajena probablemente tuvo que tragarse la propia desde niño. Quizá creció viendo a su madre callar, a su padre estallar, o simplemente aprendió que sentir era sinónimo de debilidad. Ese patrón no lo justifica, pero sí lo explica.
El problema no es que los hombres sientan rabia o se desconecten. El problema es que nadie les enseñó a nombrar lo que sienten sin castigar al otro. Porque detrás de cada sarcasmo, de cada evasión o desvío, suele haber un niño interno que aprendió que, si mostraba emoción, perdía poder, amor o pertenencia.
Pero hoy ya no es un niño. Y quedarse en ese modo reactivo es perpetuar un linaje de abandono emocional.
Cuando una mujer expresa su dolor y él gira la conversación hacia la culpa, no solo la lastima a ella: se aleja de sí mismo. Se niega la posibilidad de crecer, de sanar lo que sus ancestros no pudieron, de abrir una puerta distinta para su descendencia.
Este es un llamado al hombre adulto. Al que ya no quiere excusarse en su historia, sino reescribirla.
A que pueda mirar su miedo sin proyectarlo.
A que pueda escuchar sin sentirse atacado.
A que comprenda que, cuando una mujer habla desde el alma, le está entregando una oportunidad sagrada: la de ser parte de un amor más consciente.
Y si no puede con eso aún, que al menos tenga la honestidad de admitirlo. Que no destruya con cinismo lo que no sabe cuidar desde la verdad. Porque cada evasión, cada palabra hiriente, no solo deja marcas en ella… también refuerza la cárcel interna en la que él mismo vive.
Un hombre libre no es quien domina.
Es quien puede habitar su ternura sin temer perder su valor.
Es quien puede escuchar sin apagar la voz del otro.
Es quien se atreve a tocar su historia, no para justificarse, sino para no repetirla.
Y cuando lo hace, no solo sana su relación: libera a sus hijos de repetir el mismo guion.
Porque el amor, cuando es maduro, no calla el dolor… lo honra.
Y ese acto, simple pero valiente, puede transformar un linaje entero.
Psicoterapeutas Sistémicos del Centro Psicológico Integrando Relaciones.