
03/07/2025
En la consulta psicológica, algunos adultos mayores relatan con detalle los malestares físicos que se han vuelto parte de su día a día: enfermedades crónicas, afecciones degenerativas. Sin embargo, cuando se trata del dolor emocional, la voz se baja, las palabras se eligen con cautela o, a veces, no se eligen en absoluto. Ronda el “no debería sentirme así”, “debo ser fuerte”, “¿qué van a decir de mí?” Así, el malestar se encapsula en el cuerpo y las emociones quedan en un segundo plano, como si lo que no se nombra dejara de existir.
No todas las personas mayores tienen acceso a un sistema de salud que contemple también su bienestar emocional. En la sociedad, el discurso sobre la salud del adulto mayor suele centrarse en lo funcional, es decir, mantener el cuerpo en marcha, pero, ¿qué pasa con la tristeza que se esconde tras las sonrisas de cortesía, con el miedo a depender de otros, con la frustración, el enojo, la incertidumbre? Sentirse escuchado, acompañado y en vínculo con otros no solo alivia, sino que también le da sentido a la rutina. Cuando esos lazos se debilitan o se rompen, la vejez, en lugar de ser un tiempo fértil para fortalecer vínculos o crear otros nuevos, se convierte en una etapa marcada por la ausencia de trabajo, de seres queridos, de propósito.
En terapia, se abre un espacio donde las historias pueden salir del silencio, donde lo que quedó atrapado en el tiempo encuentra palabras. Los afectos, antes encapsulados o negados, comienzan a tomar forma. No se trata de quedar anclado en el pasado, sino de resignificarlo, de dejar que sus ecos se vivan de otro modo en el presente. Porque, mientras el cuerpo envejece, la vida sigue demandando encuentros, conversaciones, momentos en los que el adulto mayor no solo sea espectador, sino también protagonista.
Texto elaborado por Rosy Mamani para Proyecto UMA