
03/05/2025
En semanario "𝐇𝐢𝐥𝐝𝐞𝐛𝐫𝐚𝐧𝐝𝐭 𝐞𝐧 𝐬𝐮𝐬 𝐭𝐫𝐞𝐜𝐞", publicado el 02/05/2025)
𝗣𝗮í𝘀 𝗱𝗲 𝘀𝘂𝗶𝗰𝗶𝗱𝗮𝘀
El video es impactante. Una mujer vestida de negro se ha sentado al borde de la cornisa, en las alturas del Hospital Rebagliati, observa el horizonte y se quita los zapatos. Podría decirse que se encuentra tranquila, apreciando la luz de la tarde caer sobre la ciudad en el piso 14 de aquel antiguo edificio. Resulta devastador encontrar esas imágenes en una acequia como Twitter (me niego a llamarla X, capricho de Elon Musk), pero fue en dicha plataforma donde se volvió viral la imagen de esta joven dejándose caer al vacío.
La escena, ocurrida hace una semana, nos remite otro caso que tuvo lugar a inicios de abril en la UTEC, cuando un profesor que estaba sentado al borde de una ventana, en aquel edificio brutalista levantado en Barranco, se dejó caer ante la atónita mirada de unos estudiantes que intentaban evitarlo. Algo tienen los edificios altos, la sensación de vacío que evocan sus alturas o la eterna atracción que ejerce la gravedad sobre los suicidas. En fin, la fantasía de acabarlo todo con un solo estrépito, un único golpe sobre el asfalto. La comprobación tangible de la fragilidad del cuerpo humano.
La tragedia en UTEC nos remite, a su vez, a otros casos que tuvieron lugar estos últimos meses, tanto en la PUCP como en la UCV, donde alumnos se han lanzado de sus edificios. Estamos hablando de la salud mental de los peruanos, sobre todo de los jóvenes. Según el Sinadef, el número de suicidios reportados entre enero y abril de este año aumentó en más de 22 % en comparación con el mismo periodo de 2024. Es decir, si el año pasado unas 745 personas se quitaron la vida en el Perú, este año la cifra bordearía los 900. Llámenlo cansancio, depresión crónica o efecto pospandemia, el Perú parece haberse convertido, de un tiempo a esta parte, en el país de los suicidas.
A mí no me extraña. Somos, a fin de cuentas, este país ridículo que ha abandonado a su gente a manos de los sicarios y extorsionadores, que se deja gobernar en Palacio y en el Congreso por una sarta de delincuentes. ¿Qué diferencia existe, al final, entre morir aplastado por el peso de la gravedad o ser baleado en un bus camino al trabajo, a pleno sol, en una de las avenidas más transitadas de la capital? Hay que ser bien miserable para tener en tus manos la seguridad de todo un país y dejar que los hampones maten y amenacen diariamente a personas que solo buscan sobrevivir sin molestar a nadie. ¡Y encima la señora quiere lucirse en las exequias del papa!
El otro gran problema es la salud pública. Somos una sociedad que sufre de depresión, ansiedad y otros trastornos psicológicos sin una cultura de prevención que realmente evite que las personas lleguen a atentar contra sus vidas. De hecho, el Estado no brinda ninguna clase de apoyo a las personas que sufren de alguna enfermedad mental. La sola visión del papelógrafo que será la absurda cédula de votación este 2026 ya es motivo suficiente para ir a terapia. Ni siquiera hay suficientes psicólogos (185 por cada 100,000 habitantes) ni esperanzas en este país malhadado que se cae a pedazos. Lo sabía José María Arguedas, nuestro más célebre suicida y una de las personas que más amó al Perú, el fatídico día en que se pegó un tiro en el baño de la universidad Agraria.