08/12/2025
La luna siempre ha sido testigo silenciosa de los amores más profundos. Nadie la eligió como guardiana, pero ahí está, cada noche, alumbrando historias que nacen en el alma y florecen en silencio. Hay amores que no necesitan ruidos ni promesas estruendosas; necesitan luz, pausas, tiempo y la luna.
Dicen que el verdadero amor se reconoce en la calma, en esa serenidad que se siente cuando el corazón deja de correr y simplemente se acomoda. Así nace un amor lunar: despacio, pero seguro; suave, pero inmenso. No llega como un torbellino, sino como un resplandor que se va expandiendo sin pedir permiso.
Imagina a dos personas que han vivido suficientes noches para saber que la pasión es solo un capítulo, pero la complicidad es la historia completa. Se encuentran bajo la luna no por casualidad, sino porque los destinos que son sinceros terminan atrayéndose y descubren que la luz plateada no solo ilumina el cielo, sino también sus certezas.
La luna los acompaña mientras hablan de sueños, de caminos recorridos, de heridas que ya no duelen tanto. Ella, desde arriba, parece escuchar cada palabra y bendecir cada pausa, como si supiera que pocas cosas en el mundo son tan honestas como dos almas que se encuentran sin prisa.
Y así, con la luna como testigo, nace un amor que no necesita filtros ni artificios. Un amor que crece cada noche en la penumbra dulce, en la claridad tenue, en ese brillo que no encandila pero lo revela todo. Un amor que no promete eternidades, sino presencia. Que no promete perfección, sino verdad.
Porque al final, la luna enseña lo más simple y profundo: que el amor más hermoso no es el que deslumbra, sino el que ilumina sin herir.
Dulces sueños y bendiciones.