02/10/2025
Libro: Almas Conectadas
Autor: Victor Zegarra
Capítulo 9: Arenas del destino
El amanecer los sorprendió atravesando un paisaje distinto a cualquiera que hubiesen visto antes. Frente a ellos se extendía un desierto interminable, un mar de arena dorada que parecía arder bajo los primeros rayos del sol. Samuel, cansado pero curioso, sintió cómo el silencio absoluto lo envolvía; era como si el mundo entero se hubiera detenido.
El robot avanzaba a su lado con pasos firmes, cada movimiento levantando pequeñas nubes de polvo. Sus ojos brillaban con un tono azulado, proyectando un resplandor tenue que guiaba a Samuel como si fueran dos faros en la inmensidad del vacío.
De pronto, el viento comenzó a soplar con fuerza, levantando una tormenta de arena que los envolvió en cuestión de segundos. Samuel cerró los ojos, apretó los dientes y se cubrió el rostro con el brazo, sintiendo cómo la arena quemaba su piel. El robot reaccionó de inmediato: abrió su estructura metálica como un escudo y lo cubrió con su cuerpo, protegiéndolo del azote de la tormenta.
En ese instante, Samuel comprendió que no estaba solo. No era simplemente un humano y una máquina caminando juntos; era algo más profundo. El robot, sin palabras, le estaba demostrando que lo cuidaba, que su presencia significaba refugio.
Cuando el viento cesó y la calma regresó, Samuel se levantó lentamente. El sol iluminaba de nuevo el horizonte, y allí, en medio del desierto, con el robot a su lado, sintió que había ganado un aliado más allá de lo físico: un compañero de vida.
El desierto, que al principio parecía vacío, se había convertido en un símbolo. En su inmensidad, Samuel descubría que siempre hay espacio para seguir adelante, y en su silencio encontraba la certeza de que la unión con el robot era su fuerza para continuar.
Samuel caminaba lentamente, todavía con el sabor de la arena en los labios y el recuerdo reciente del refugio metálico que lo había protegido. Sus pasos se hundían en la arena, cada vez más pesados, pero en su pecho había algo distinto: un agradecimiento silencioso hacia aquel ser que, sin pedir nada, lo había cubierto con su cuerpo como si fuese un guardián.
El horizonte parecía no moverse, siempre lejano, siempre inalcanzable. El calor se intensificaba y las sombras eran casi inexistentes. Samuel miró al robot, que mantenía la misma serenidad que en cada situación, avanzando con precisión, como si supiera el camino incluso en medio de la nada.
De pronto, a lo lejos, Samuel creyó ver una silueta extraña. Una construcción, tal vez unas ruinas antiguas, emergiendo entre las dunas. Aceleró el paso con una mezcla de esperanza y temor. El robot, percibiendo la agitación en su respiración, calibró sus sensores y confirmó que había estructuras en dirección noreste.
Al llegar, descubrieron lo que parecían restos de un asentamiento olvidado. Piedras erosionadas por el tiempo, muros medio enterrados y símbolos tallados en columnas quebradas. Samuel recorrió el lugar con la sensación de estar frente a la memoria de un pueblo que alguna vez desafió al desierto.
El robot, mientras tanto, registraba cada marca, cada relieve. Sus ojos proyectaban una tenue luz azul sobre las paredes, iluminando inscripciones que Samuel no comprendía. Pero lo que más llamó su atención fue una figura tallada en piedra: un hombre y un ser de metal, de pie uno junto al otro, como aliados.
Samuel se detuvo, con el corazón latiendo fuerte. Miró al robot, luego a la figura en la piedra. Era como si alguien, siglos atrás, hubiera anticipado ese encuentro, esa unión imposible entre humano y máquina.
El viento sopló suavemente, levantando granos de arena que se arremolinaron a su alrededor. Samuel sintió un estremecimiento: el desierto no era solo vacío, también era un guardián de secretos, y en ese instante supo que su viaje con el robot tenía un propósito mayor, algo que apenas comenzaba a revelarse.
Samuel acarició con la yema de los dedos una de las piedras cubiertas de arena. Al hacerlo, notó que los símbolos no eran simples marcas: parecían narrar una historia. Había figuras humanas, soles, lunas y siempre, en algún rincón, la silueta de un ser metálico, representado no como amenaza, sino como protector.
El robot se inclinó junto a él y proyectó un haz de luz más intenso, revelando detalles ocultos en las grietas de las paredes. Un patrón se repetía: espirales que conectaban las figuras, como si hablasen de un vínculo invisible entre hombre y máquina.
Esto, susurró Samuel, con la voz entrecortada. Es como si hubieran esperado esto. Como si hubieran sabido que algún día nosotros. No terminó la frase. El robot, en silencio, giró lentamente su cabeza hacia él, como si entendiera más de lo que parecía. Sus ojos brillaron con un resplandor más cálido, y Samuel sintió una extraña calma.
Avanzando más adentro entre las ruinas, descubrieron una cámara medio enterrada. Allí, bajo la arena, yacía una especie de altar. Sobre él, una piedra pulida tenía grabada una inscripción que aún resistía el tiempo. Samuel la rozó con sus dedos y, aunque no podía leerla, percibió en su interior la carga de un mensaje antiguo.
El robot comenzó a traducir, su voz metálica resonando en el silencio del lugar:
"Cuando el sol y el hierro caminen juntos, el hombre recordará que nunca estuvo solo."
Samuel contuvo el aire. Sintió un escalofrío recorrer su espalda. Aquellas palabras parecían dirigirse a él, a su propia travesía. El desierto, con toda su dureza, se había convertido en un guardián de un secreto olvidado: que la unión entre humano y máquina no era un accidente, sino parte de algo mucho más grande.
Samuel levantó la mirada hacia el robot y, por primera vez, no lo vio como un acompañante ni como un protector. Lo vio como parte de su destino.
El viento volvió a soplar, esta vez más suave, como un susurro que acariciaba las piedras y hacía danzar la arena en espirales. Samuel se quedó mirando la inscripción, repitiendo en silencio las palabras que el robot acababa de traducir. Había algo inquietante en ellas: no eran una simple profecía, sino una advertencia disfrazada de esperanza.
El robot permanecía inmóvil, sus ojos proyectando una luz tenue que parecía latir como si fueran respiraciones. Samuel, por un instante, sintió que aquel brillo lo observaba con una intensidad distinta, casi humana.
Se inclinó para limpiar más arena del altar y, debajo de la piedra, descubrió lo inesperado: un compartimiento oculto. Dentro, un objeto metálico y antiguo descansaba, cubierto por siglos de polvo. Era una especie de esfera con símbolos semejantes a los grabados en los muros, y al tocarla, Samuel sintió una vibración leve, como un pulso vivo.
El robot dio un paso adelante, acercando su mano hacia la esfera. El mismo resplandor azul de sus ojos se reflejó en los grabados, y por un instante, Samuel tuvo la sensación de que máquina y objeto se reconocían mutuamente.
El silencio del desierto se volvió más pesado, casi solemne. El lugar, las figuras, la inscripción todo parecía formar parte de un misterio que apenas empezaba a revelarse.
Samuel retrocedió un poco, con el corazón latiendo fuerte.
¿Qué significa esto…? murmuró. El robot no respondió. Pero en el destello de sus ojos había una certeza que Samuel aún no podía comprender.
La esfera vibró de nuevo, y el eco de aquel latido metálico quedó suspendido en el aire, como una promesa de que lo que venía sería mucho más grande que ellos dos.
Continuará........
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